domingo, 15 de enero de 2012

Capítulo 3: "La muerte se convirtió en mi divinidad, mi sagrada y absoluta belleza. He estado viviendo con la muerte desde que me di cuenta de que podía respirar." Gilles de Räis


-¿Qué coño es eso Novato?- La voz rasgada y aguda del sargento Bonilla, le sobresalto y despertó de su ensoñamiento- Pareces gilipollas, menos mal que se te ha caído a los pies.

Absorto como estaba Rubén con la escena, no se dio cuenta de que había estado jugando con la tarjeta, hasta que esta se le escapó entre los dedos.

Solo hacía tres semanas que había vuelto a Murcia, con la mala suerte de topar como compañero y tutor de prácticas, con el sargento Bonilla, uno de esos capullos que se cree un “Walker de Texas”. Además, todavía le repetían los cubatas de la noche anterior y un desagradable siseo se había instalado en el oído izquierdo, desde que se le ocurrió la fabulosa idea de ducharse a las tres de la mañana de un dos de Enero.

Ya llevaba varias semanas con la hora bastante trastornada, por el continuo cambio de horario al que son sometidos los cadetes o novatos, para conocer todas las dependencias y los diferentes cuerpos especiales de la Policía Nacional, pero la fiesta de noche vieja había sido el colmo.

Todo ello  aderezado con la siniestra escena del crimen en la que se encontraba, hicieron desear a Rubén, no haberse despertado esa mañana.

Recogió la tarjeta del suelo y se la guardo en el bolsillo del pantalón de color azul marino. Le había estado dando vueltas toda la mañana a que podrían significar esas letras y quien le había metido la tarjeta en el pantalón. A lo mejor había sido esa chica misteriosa, o vete tú a saber si en medio de la borrachera no la había cogido de cualquier otra parte.

-Vamos chaval, esto va a ser divertido- eso es lo que le dijo media hora antes el sargento Bonilla a Rubén, con una enorme sonrisa en la boca. Ahora el tono de su compañero había cambiado drásticamente, en gran medida, debido a lo que se habían encontrado al llegar al edificio de la calle Galileo, junto al Morales Meseguer, un enorme edificio de forma hexagonal que ocupaba toda la manzana.

Al llegar al numero tres, 3ºE, se encontraron con un piso viejo y algo destartalado, lo típico para un piso de estudiantes. La última puerta a la derecha al final del pasillo estaba entreabierta, la luz encendida de la habitación dibujaba una línea recta y luminosa en el oscuro pasillo, lo que encontraron al abrir la puerta sobrecogió Rubén.

Sobre la moqueta, la enorme cama desecha, desparramaba una colcha nórdica con un forro de color azul claro, la sábana del colchón era de un blanco inmaculado, solo perturbado por las sombras que creaban las pequeñas arrugas de esta y los cojines que se amontonaban en un extremo haciendo las veces de cabecero. A la derecha de la cama había una mesa auxiliar sobre la que descansaba un libro de tapa dura con el marcador de páginas justo a la mitad, un móvil android de color rosa y forma ovoide y unas gafas de pasta de un tono rojo pálido. Un poco mas a la derecha, justo al lado de la ventana, una mesa de estudio de madera blanca llena de papeles garabateados con dibujos, libros abiertos y amontonados, un flexo plateado de Ikea y un enorme estuche abierto lleno de bolígrafos y rotuladores de diferentes colores.

Las paredes estaban llenas de posters de chicos sonrientes, con esos rostros andróginos y esos pelos lisos y brillantes; una estantería con fotos personales, libros y peluches y un enorme armario empotrado con las puertas abiertas de par en par y rebosante de ropa, complementos y zapatos.

Todo ello, hacía que la habitación pareciera la típica de una chica joven. Pero en medio de esa normalidad Rubén veía una enorme cicatriz que le hizo estremecerse.

Las cortinas de tela estaban corridas a la derecha, la persiana medio caída y el tablón de madera fina que cubre el carrete donde esta se enrolla, estaba partido en dos y hundido hacia dentro.

En el suelo, miles de cristales se derramaban sobre la moqueta reflejando las luces azules y naranjas que se colaban desde la calle, luces intermitentes, de coches de policía y ambulancias del SAMUR.

En algunas zonas de la pared forrada de posters, se dejaba ver la pintura blanco marfil que había sido veteada por líneas discontinuas e irregulares que dibujaban figuras incomprensibles y caóticas de color carmesí, cuyos vértices señalaban al mismo lugar, lo que parecía ser el responsable de tan peculiar espectáculo plasmado en la pared.

Ahí, sobre el suelo enmoquetado lleno de cristales, a los pies de la cama, yacía una chica de unos veinte años, su piel pálida resaltaba con el rojo intenso de la sangre que arañaba mortalmente sus labios y su piel desnuda. Parecía mantenerse a flote en un mar nocturno y calmado, que refleja la luna y las estrellas de un cielo limpio y despejado de verano.

Ella, completamente desnuda, joven, mortal y cruelmente asesinada, parecía brillar. Una enorme herida atravesaba su vientre desde el monte de Venus hasta la apófisis xifoides del esternón. La herida había sido manipulada y el abdomen estaba abierto de par en par, dejando a la vista los órganos.

Pero lo que más sobrecogió a Ruben, lo que más le estremeció, fue el rostro de la joven, los ojos abiertos, muy abiertos, su iris era de un color azul claro, la esclerótica tenia un tono amarillento y algunas venas habían estallado formando ribetes rojos; las pestañas estaban pegadas a los parpados rosados por las lagrimas, tenia los ojos como los de quien llora por un desamor. La boca estaba abierta de par en par y la mandíbula parecía desencajada, lo que le confería un rictus mortal, congelado en un grito silencioso y atronador a la vez. Sus labios habían adquirido un tono carmesí conferido por la sangre y resaltaban con su pálida piel.

Era hermosa a pesar de estar muerta, era hermosa incluso después de ser cruelmente asesinada. Era injusto, o eso pensaba Ruben mientras jugaba con la tarjeta en su bolsillo derecho. Iba a ser una larga mañana para él y para Bonilla, debían esperar ahí hasta que el juez de guardia se dignara a aparecer para levantar el cadáver.

Cuando ya llevaban esperando más de veinte minutos, el hedor de la sangre y los productos químicos de la policía forense, habían hecho que la atmosfera se tornara excesivamente pesada, eso aderezado con los excesos del día anterior vinieron de golpe al estomago de Rubén, que se mareó.

-¡Pero qué coño haces, chaval!- gritó el sargento Bonilla.- Anda sal de aquí y toma un poco el aire- el tono sonó mas paternal que autoritario.

-Gracias Jose Antonio- contestó Rubén.

Mientras bajaba las escaleras, entre la neblina que produce el mareo, Rubén cerró con los ojos, y se paró en seco, para intentar contener un fuerte retortijón, en ese momento las letras de la tarjeta que tenía en el bolsillo, a las que llevaba dándole vueltas desde la madrugada del lunes dos de enero, le vinieron a la cabeza. Una “m” mayúscula de caligrafía medieval y las letras griegas alfa y omega.

En un abrir y cerrar de ojos el retortijón había desaparecido y subía por las escaleras del edificio, en dirección al piso.

-¿Pero que mierdas haces?, pijo- Mascullo, Jose Antonio Bonilla.

Rubén abrió los ojos de par en par, sacó la tarjeta de su bolsillo y miro los garabatos que tenía escritos en el papel mate y después dirigió la vista a la pared llena de sangre, entorno los ojos y un leve gemido se le escapo.

La sangre no dibujaba figuras caóticas y los posters parecían no haber sido arrancados a diestro y siniestro, formaban la misma “M” de caligrafía medieval y las letras griegas alfa y omega.

Antes de que pudiera decir nada a Bonilla, la respiración entrecortada del juez de guardia, le saco de sus cavilaciones. El juez Sánchez Cardona dio luz verde y los médicos forenses comenzaron a trabajar.

No serían más de las siete de la mañana del 3 de enero, cuando los médicos forenses y el Juez determinaron que Paula Alain Meseguer de 23 años había sido asesinada. El juez solo había tardado cinco minutos en despejar todo duda.

En pocos minutos se llevaron el cadáver de la joven y a Ruben le pareció, que de repente, la luz de la habitación desapareció por completo...  en pocos segundo las sirenas se fueron alejando, ya no se mezclaban los colores naranjas y azules, solo los flases de las camaras de la policía judicial y las luces de su coche de patrulla arañaban las paredes de la habitación.

Estaba amaneciendo, pero a Bonilla y a el les quedaba un largo día por delante. Antes de marcharse miró por última vez la pared, ahora no veía tan claro eso de las letras.

“Quizás la resaca que llevo encima y el mareo que tenía, me han jugado una mala pasada y en realidad no he visto nada”, pensó. Aún así cuando subió al asiento del copilotos y la puerta se cerro, la imagen de la pared, se le repetía una y otra vez en la cabeza. “¿Debería contárselo a Bonilla?”
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La calle empezaba a llenarse de la gente que tenía que ir a trabajar. En medio de la impersonal ciudad, un hombre con una venda en la frente caminaba rápido con las manos en los bolsillos, arrebujado en su chaqueta resguardándose de la niebla helada de la mañana, intentaba esconder sus ojos arrasados por las lágrimas. Llevaba dirección a las ruinas de San Esteban.

Mientras esperaba en el paso de cebra junto al Corte Inglés que hay en la gran Vía de Murcia, a que el semáforo se pusiera en verde, su pena se torno rabia, apretó con fuerza los dientes.

Cuando el tintineo del semáforo comenzó a sonar, apretó el paso. Susurraba algo una y otra vez: “ Se lo avisé”. Su rostro tenso por la rabia, era un poema; sus ojos fijos en el horizonte, vacío.

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