-¿Qué coño es eso Novato?- La voz rasgada y aguda del
sargento Bonilla, le sobresalto y despertó de su ensoñamiento- Pareces
gilipollas, menos mal que se te ha caído a los pies.
Absorto como estaba Rubén con la escena, no se dio cuenta
de que había estado jugando con la tarjeta, hasta que esta se le escapó entre
los dedos.
Solo hacía tres semanas que había vuelto a Murcia, con la
mala suerte de topar como compañero y tutor de prácticas, con el sargento
Bonilla, uno de esos capullos que se cree un “Walker de Texas”. Además, todavía
le repetían los cubatas de la noche anterior y un desagradable siseo se había
instalado en el oído izquierdo, desde que se le ocurrió la fabulosa idea de
ducharse a las tres de la mañana de un dos de Enero.
Ya llevaba varias semanas con la hora bastante trastornada,
por el continuo cambio de horario al que son sometidos los cadetes o novatos,
para conocer todas las dependencias y los diferentes cuerpos especiales de la
Policía Nacional, pero la fiesta de noche vieja había sido el colmo.
Todo ello aderezado con
la siniestra escena del crimen en la que se encontraba, hicieron desear a
Rubén, no haberse despertado esa mañana.
Recogió la tarjeta del suelo y se la guardo en el bolsillo del
pantalón de color azul marino. Le había estado dando vueltas toda la mañana a
que podrían significar esas letras y quien le había metido la tarjeta en el
pantalón. A lo mejor había sido esa chica misteriosa, o vete tú a saber si en
medio de la borrachera no la había cogido de cualquier otra parte.
-Vamos chaval, esto va a ser divertido- eso es lo que le dijo
media hora antes el sargento Bonilla a Rubén, con una enorme sonrisa en la
boca. Ahora el tono de su compañero había cambiado drásticamente, en gran
medida, debido a lo que se habían encontrado al llegar al edificio de la calle
Galileo, junto al Morales Meseguer, un enorme edificio de forma hexagonal que
ocupaba toda la manzana.
Al llegar al numero tres, 3ºE, se encontraron con un piso
viejo y algo destartalado, lo típico para un piso de estudiantes. La última puerta
a la derecha al final del pasillo estaba entreabierta, la luz encendida de la habitación dibujaba
una línea recta y luminosa en el oscuro pasillo, lo que encontraron al
abrir la puerta sobrecogió Rubén.
Sobre la moqueta, la enorme cama desecha, desparramaba una
colcha nórdica con un forro de color azul claro, la sábana del colchón era de un
blanco inmaculado, solo perturbado por las sombras que creaban las pequeñas arrugas de
esta y los cojines que se amontonaban en un extremo haciendo las veces
de cabecero. A la derecha de la cama había una mesa auxiliar sobre la que
descansaba un libro de tapa dura con el marcador de páginas justo a la mitad,
un móvil android de color rosa y forma ovoide y unas gafas de pasta de un tono
rojo pálido. Un poco mas a la derecha, justo al lado de la ventana, una mesa de
estudio de madera blanca llena de papeles garabateados con dibujos, libros
abiertos y amontonados, un flexo plateado de Ikea y un enorme estuche abierto
lleno de bolígrafos y rotuladores de diferentes colores.
Las paredes estaban llenas de posters de chicos sonrientes,
con esos rostros andróginos y esos pelos lisos y brillantes; una estantería con
fotos personales, libros y peluches y un enorme armario empotrado con las
puertas abiertas de par en par y rebosante de ropa, complementos y zapatos.
Todo ello, hacía que la habitación pareciera la típica de una
chica joven. Pero en medio de esa normalidad Rubén veía una enorme cicatriz que
le hizo estremecerse.
Las cortinas de tela estaban corridas a la derecha, la
persiana medio caída y el tablón de madera fina que cubre el carrete donde esta
se enrolla, estaba partido en dos y hundido hacia dentro.
En el suelo, miles de cristales se derramaban sobre la
moqueta reflejando las luces azules y naranjas que se colaban desde la calle,
luces intermitentes, de coches de policía y ambulancias del SAMUR.
En algunas zonas de la pared forrada de posters, se dejaba ver
la pintura blanco marfil que había sido veteada por líneas discontinuas e
irregulares que dibujaban figuras incomprensibles y caóticas de color carmesí,
cuyos vértices señalaban al mismo lugar, lo que parecía ser el responsable de
tan peculiar espectáculo plasmado en la pared.
Ahí, sobre el suelo enmoquetado lleno de cristales, a los
pies de la cama, yacía una chica de unos veinte años, su piel pálida resaltaba
con el rojo intenso de la sangre que arañaba mortalmente sus labios y su piel desnuda. Parecía
mantenerse a flote en un mar nocturno y calmado, que refleja la luna y las
estrellas de un cielo limpio y despejado de verano.
Ella, completamente desnuda, joven, mortal y
cruelmente asesinada, parecía brillar. Una enorme herida atravesaba su vientre desde el monte de
Venus hasta la apófisis xifoides del esternón. La herida había sido manipulada
y el abdomen estaba abierto de par en par, dejando a la vista los órganos.
Pero lo que más sobrecogió a Ruben, lo que más le estremeció,
fue el rostro de la joven, los ojos abiertos, muy abiertos, su iris era de un
color azul claro, la esclerótica tenia un tono amarillento y algunas venas habían
estallado formando ribetes rojos; las pestañas estaban pegadas a los parpados
rosados por las lagrimas, tenia los ojos como los de quien llora por un desamor. La
boca estaba abierta de par en par y la mandíbula parecía desencajada, lo que
le confería un rictus mortal, congelado en un grito silencioso y atronador a la
vez. Sus labios habían adquirido un tono carmesí conferido por la sangre y
resaltaban con su pálida piel.
Era hermosa a pesar de estar muerta, era hermosa incluso después
de ser cruelmente asesinada. Era injusto, o eso pensaba Ruben mientras jugaba con
la tarjeta en su bolsillo derecho. Iba a ser una larga mañana para él y para Bonilla, debían esperar ahí hasta que el juez de guardia se dignara a aparecer para
levantar el cadáver.
Cuando ya llevaban esperando más de veinte minutos, el hedor
de la sangre y los productos químicos de la policía forense, habían hecho que la
atmosfera se tornara excesivamente pesada, eso aderezado con los excesos del día
anterior vinieron de golpe al estomago de Rubén, que se mareó.
-¡Pero qué coño haces, chaval!- gritó el sargento Bonilla.-
Anda sal de aquí y toma un poco el aire- el tono sonó mas paternal que autoritario.
-Gracias Jose Antonio- contestó Rubén.
Mientras bajaba las escaleras, entre la neblina que produce
el mareo, Rubén cerró con los ojos, y se paró en seco, para intentar contener
un fuerte retortijón, en ese momento las letras de la tarjeta que tenía en el
bolsillo, a las que llevaba dándole vueltas desde la madrugada del lunes dos de
enero, le vinieron a la cabeza. Una “m” mayúscula de caligrafía medieval y las
letras griegas alfa y omega.
En un abrir y cerrar de ojos el retortijón había
desaparecido y subía por las escaleras del edificio, en dirección al piso.
-¿Pero que mierdas haces?, pijo- Mascullo, Jose Antonio
Bonilla.
Rubén abrió los ojos de par en par, sacó la tarjeta de su
bolsillo y miro los garabatos que tenía escritos en el papel mate y después
dirigió la vista a la pared llena de sangre, entorno los ojos y un leve gemido
se le escapo.
La sangre no dibujaba figuras caóticas y los posters parecían
no haber sido arrancados a diestro y siniestro, formaban la misma “M” de
caligrafía medieval y las letras griegas alfa y omega.
Antes de que pudiera decir nada a Bonilla, la respiración
entrecortada del juez de guardia, le saco de sus cavilaciones. El juez Sánchez Cardona
dio luz verde y los médicos forenses comenzaron a trabajar.
No serían más de las siete de la mañana del 3 de enero,
cuando los médicos forenses y el Juez determinaron que Paula Alain Meseguer de
23 años había sido asesinada. El juez solo había tardado cinco minutos en
despejar todo duda.
En pocos minutos se llevaron el cadáver de la joven y a
Ruben le pareció, que de repente, la luz de la habitación desapareció por
completo... en pocos segundo las sirenas
se fueron alejando, ya no se mezclaban los colores naranjas y azules, solo los
flases de las camaras de la policía judicial y las luces de su coche de patrulla arañaban las paredes de la habitación.
Estaba amaneciendo, pero a Bonilla y a el les quedaba un
largo día por delante. Antes de marcharse miró por última vez la pared, ahora
no veía tan claro eso de las letras.
“Quizás la resaca que llevo encima y el mareo que tenía, me
han jugado una mala pasada y en realidad no he visto nada”, pensó. Aún así
cuando subió al asiento del copilotos y la puerta se cerro, la imagen de la
pared, se le repetía una y otra vez en la cabeza. “¿Debería contárselo a
Bonilla?”
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La calle empezaba a llenarse de la gente que tenía que ir a
trabajar. En medio de la impersonal ciudad, un hombre con una venda en la
frente caminaba rápido con las manos en los bolsillos, arrebujado en su
chaqueta resguardándose de la niebla helada de la mañana, intentaba esconder
sus ojos arrasados por las lágrimas. Llevaba dirección a las ruinas de San Esteban.
Mientras esperaba en el paso de cebra junto al Corte Inglés
que hay en la gran Vía de Murcia, a que el semáforo se pusiera en verde, su
pena se torno rabia, apretó con fuerza los dientes.
Cuando el tintineo del semáforo comenzó a sonar, apretó el
paso. Susurraba algo una y otra vez: “ Se lo avisé”. Su rostro tenso por la rabia,
era un poema; sus ojos fijos en el horizonte, vacío.
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