Por motivos de falta de tiempo, a partir de ahora, el proceso seguirá la misma filosofía que hasta ahora sólo que no existirá la imposición de tener que publicar cada uno en una semana sino cuando cada uno pueda :P
Ya os avisaremos nosotros cuando haya un capítulo nuevo.
Disculpad las molestias ocasionadas :)
miércoles, 21 de marzo de 2012
domingo, 11 de marzo de 2012
Capítulo 11: "Por fin esa historia ya termino, Dolores cambió su nombre por libertad, escapando del cabrón que su vida destrozo. Porque la vida es solo un cuento que hay que vivir en el momento" Reincidentes
Año 1898
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El túnel era lo
bastante ancho como para que la luz de la linterna de gas no pudiera iluminar
las paredes laterales, dejando un oscuro y húmedo vacío a los lados del haz
luminoso. Los pasos, que intentaban ser amortiguados y silenciosos, sonaron
húmedos y pesados, posiblemente, por los charcos que empapaban el suelo y el
barro que se había adherido a las botas de cuero curtido del joven.
Llevaba varias
horas recorriendo la marabunta de túneles, a los que había conseguido acceder a
través del sótano del palacio de San Esteban, lo que provocó que su buena
orientación se viera algo degradada. La oscuridad y el silencio impregnaban los
recodos de la catacumba, que en otros, tiempos habían sido un prolífico barrio
de la ciudad de Madinat Mursiya.
Años de
investigación y de trabajo le habían llevado a ese lugar, y en ese preciso
instante el tiempo y el espacio parecían engullir el oxigeno viciado que
deambulaba por la oscura gruta formada por paredes de ladrillo ornamentado y
techo sedimentado, que la historia había ido depositando sobre los cimientos
del barrio árabe.
En medio de ese
silencio perturbado solo por el tintineo de las arandelas metálicas de la
mochila de tela verde y los pesados pasos de las botas enlodadas de arcilla y
arenisca; la figura estilizada del joven invadía un lugar abandonado por el
recuerdo y enlutado por la leyenda.
Pero la luz no era
la luz de un explorador y el ansia del joven no era el ansia de alguien que ha
descubierto algo, sus intenciones eran muy diferentes, solo deseaba huir y
esconder un secreto que bramaba desde hacía milenios. Ella lo había escuchado y
eso era peligroso.
Continuó dando
vueltas y deambulando por el arrabal subterráneo en busca de un lugar donde
esconderlo, hasta que finalmente lo encontró al girar un recodo de la gruta una
amplia galería formada por los cimientos del Palacio de San Esteban, que
arañaba las paredes de lo que debió haber sido un palacete mozárabe, las
paredes derruidas de las casas colindantes y del palacete invadido por los
cimientos de la
Iglesia de San Esteban insinuaban una
plazoleta en la que aún se podían distinguir lo que debían haber sido losetas,
ahí, justo en ese lugar, en ese peculiar lábaro que formaban las paredes del
arrabal almohade y los cimientos del palacio cristiano, deposito un bulto
cubierto por lino negro y forrado por dura piel encurtida.
Había pasado gran
parte de su juventud buscando ese libro y ahora no podía evitar que las
lagrimas arrasaran sus ojos, era como dejar parte de él en esas ruinas, en ese
oscuro y recóndito lugar, a merced de la oscuridad, la humedad y el olvido.
Le fue imposible no
recordar la monumental fachada de La
Biblioteca Nacional de
España sus enormes ventanales, la poderosa figura de San Isidro de Sevilla y
Alfonso X el sabio, flanqueando las escaleras de entrada, protegiendo y
observando a personas dispuestas a imbuirse en la sabiduría almacenada durante
siglos, entre las enormes estanterías de madera o en los depósitos
acondicionados para que los secretos y los hechos, las ideas y los pensamientos
que miles de creadores y sabios habían depositado en finas y livianas
paginas de papel, pasaran a ser estudiadas, entendidas y empleadas para
mejorar, entender o disfrutar de la esencia vital de la humanidad, para ser
participes de la vida en todas sus dimensiones. Ese era el lugar que merecía
aquel libro y no un desdeñoso y álgido recoveco, en un arrabal olvidado.
Pero también le fue
imposible no recordar la ávida mirada de esa mujer, sus fríos ojos azules, eran
como gélidas cuchillas que se clavaban en su corazón y le arrebataban el
aliento. Su recuerdo, le dio la fuerza necesaria para colocar la pesada loseta
sobre el libro recubierto de piel curtida y lino negro… le quedaba menos de una
hora de aceite en la pesada lámpara y así lo dejo en medio de la nada mas
oscura.
Siglo VII después
de Cristo.
“Otra vez de noche”
pensó la joven antes de que un temblor incontrolable le atravesara el cuerpo
como un rayo, los ojos se le llenaron de lagrimas, lagrimas saladas e
hirientes, lagrimas de dolor y miedo que intentó reprimir.
Como cada noche, se
acurruco en una esquina de la estancia de barro, esperando pasar inadvertida o
convertirse en un mueble más, carente de interés. Aún le dolían las muñecas,
aún notaba el calor palpitante y el escozor en su entrepierna, aún sentía su
aliento fétido, mezclado con el agrio aroma de su sudor...
“Otra vez la
noche”, volvió a pensar y el llanto se hizo incontrolable, las gotas saladas
arrasaron su rostro, pasaron por su ojo morado e inflamado y se posaron en la
herida de su labio superior, hasta que colmaron y continuaron su airado viaje,
para perderse en el cargado y oscuro ambiente del cuarto.
La cabeza se le
emboto y su sentido del oído, quedó embozado por la pena. Pues la pena
inmisericorde nos priva de nuestros sentidos. A ella, la privo de oír el
chirriante sonido de la puerta de madera y el fuerte golpe de esta, al chocar
contra la pared de acebo. La privo de poder reaccionar, la privo de dejar de
llorar y adoptar la postura estoica, que siempre utilizaba para escapar de ese
lugar, en esos momentos. La privo de huir en mente y alma.
El fétido y agrio
aroma de un hombre impregno las paredes, el techo y los muebles de la discreta
estancia. Sus ojos pequeños y febriles refulgieron al reflejar las llamas de la
chimenea, mientras, sus afilados rasgos danzaban con las sombras que la
penumbra robaba a la cálida luz, confiriéndole un aspecto casi diabólico.
Cuando encontró lo que buscaba, una enorme y rapaz sonrisa se dibujo en su
rostro.
La delatora luz de
la hoguera, dibujo su silueta entre las tinieblas de la habitación, la joven de
pelo rubio, temblaba a causa del desconsuelo. Sin perder un segundo, la agarro
del pelo y la arrastro por el cuarto en dirección al exterior.
Cuando salió de la
estancia los sentidos de la chica se despertaron, como las flores del castaño
en primavera, y ella no pudo más que estremecerse.
La clara noche
inundo sus ojos, el cielo estaba despejado y las estrellas osaban disputarle a
la enorme luna llena la atención de quien quisiera asomarse a la cúpula celeste.
El viento
acariciaba las ramas y las hojas de los árboles, creando una melodía que
armonizaba a la perfección, con el cercano y cristalino sonido del arrollo.
La primavera había
hecho acto de presencia y un ligero viento de poniente trasportaba el aroma de
las flores, que comenzaban a asomar en las ramas del manzano, el castaño, la
hierba buena, el romero...
No hacia frío, pero
la ligera brisa estaba acompañada por una trasparente capa de humedad, que
hacia que la sensación atmosférica fuera agradable y refrescante.
Las gotas saladas
de las lagrimas se filtraron entre sus labios entre abiertos e inflamados, inundando
de sabor sus papilas gustativas, el sabor metálico de la sangre y el salado de
las lágrimas. Intento gritar, pero no pudo mas que soltar un quejido lastimoso,
que se llevo la brisa primaveral y silenció el crepitar de la foresta.
“Otra vez de noche”
volvió a pensar antes de que el fuerte golpe contra el tronco del árbol, casi
la dejara sin respiración. Un tremendo dolor le atravesó la espalda como el
rayo y perdió el conocimiento durante unos segundos. Al abrir los ojos, la
oscura y enorme figura eclipsaba la claridad que la luna menguante confería a
la noche.
Su fuerte olor le
dio arcadas, olía a campo y sudor, olía sangre y rabia, olía a miedo y odio…
Olía a dolor. La aplasto contra el rugoso tronco y las estrías nudosas se clavaron
en la piel como espinas de un rosal. El peso tremendo del hombre le corto la
respiración durante unos segundos y soltó un sonoro quejido, como el del fuelle
que alimenta las llamas de la fragua.
Intento arrancar
bocanadas de aire al viento de poniente, pero la poderosa y sucia mano del
hombre se interpuso tapándole la boca y la nariz. Olía a barro, orina y
estiércol, olía a campo, sudor y miseria. El hombre se enderezo, dejando todo
su peso sobre la mano que la amordazaba y todo su cuerpo descanso sobre el
rostro de la joven, aplastándola contra la tupida y húmeda hierba. Ella sentía
como los ojos luchaban por salir de las orbitas, noto como la mandíbula crujía
y la sangre inundaba su boca.
En esos instantes
la falta de oxigeno hizo que casi se desmayara, pero la poderosa y cruel presa
del hombre cesó, dando paso a una bocanada de aire fresco. La pausa duro apenas
unos segundos, pues noto como la obligaba a abrirse de piernas, un agudo dolor
abnegó sus extremidades y su vagina, noto como la piel se rasgaba y los
músculos cedían.
Cerró los ojos
intentando huir, pero la cruel y húmeda voz del hombre que le susurraba al
oído, la ligaban a la realidad.
-Te gusta esto,
¿verdad?, puta. Se que te gusta mi polla.- sus susurros crueles iban
acompañados por saliva y ese fétido aliento a dientes podridos e infección, ese
aroma agrio y dulzón, que se puede incluso saborear.
Su potente y enorme
falo, la atravesó como si la empalara y noto como otra vez más su interior se
desgarraba y explotaba dando rienda suelta a una punzante sensación de dolor.
Las poderosas embestidas del hombre, hacían que todas las articulaciones de su
cuerpo crujieran. Cierto es que al principio intentó luchar, los primeros
días peleo como una loba, incluso una vez llego a escapar, pero el siempre la
encontraba y la golpeaba hasta caer rendido. Luchar había sido su manera de
vivir y de crecer, su identidad era esa, pero ahora estaba débil y no podía mas
que llorar acurrucada en un rincón, esperando pasar desapercibida, cuando la
noche llegaba.
El violento giro,
la hizo salir de su ensueño, la había colocado boca abajo y el tierno olor de
la hierba húmeda, impregno su rostro arrasado por las lágrimas, la saliva y la
sangre.
Noto una tremenda
punzada de dolor en el ano, pero su grito quedo amortiguado por la tierra y la
hierba. Noto como se desgarraba su interior y como la sangre se mezclaba con un
fluido algo mas espeso. El enorme hombre soltó un profundo bufido. Empujo el
débil cuerpo de la joven, que permanecía agotada y ausente.
-Te gusto, lo se…-
dijo, antes de escupirla. Sacudió su enorme pene y comenzó a orinar sobre el
cuerpo desmadejado de la joven.- No te mereces un hijo mío, puta- le propinó un
fuerte golpe en la boca del estómago antes de marcharse tambaleándose al interior
de le la casa.
La joven miraba al
infinito, sus ojos estaban vacíos y parecía no respirar, su piel blanca estaba
salpicada de suciedad, hematomas, arañazos y sangre. En la herida de su labio
superior las lágrimas y la sangre se mezclaban y reflejaban los rayos de la
luna. Su pelo de un rubio casi níveo estaba húmedo y se le pegaban en el
rostro, enmarcando su pálida y delgada faz.
No podía llorar, no
podía gritar, pero algo parecía darle calor en su interior, una tormenta
comenzaba brotar en su interior, y el miedo parecía ser engullido por las
oscuras y cargadas nubes que comenzaban a agolparse en su alma. La rabia y el
odio que alimentaban los actos del hombre que la desposó años atrás y la había
violado esa noche, como otras muchas, parecían estar manando de su alma
en esos momentos.
Mientras se
levantaba lentamente del césped, notó como algo de su ser se quedaba en la
tierra, atrapado entre las verdes y delgadas tiras de césped. Noto como si unos
brazos invisibles abrazaran parte de su ser para protegerla y hacerla ajena al
acto que estaba a punto de realizar.
Arrastrando la
pierna izquierda, se aproximo a la casa de acebo y piedra, abrió con suavidad
la puerta de madera y camino sin hacer ruido por el suelo de tierra desgastado.
Cogió un enorme cuchillo de hierro oxidado y lo calentó en los rescoldos de la
chimenea.
Su sombra fue
creciendo conforme se aproximaba al hombre que roncaba en la cama de heno, la
luz rojiza que había poseído el metal del cuchillo, se iba desvaneciendo
mientras se aproximaba y su rostro lívido, iba siendo engullido por las
tinieblas. Un taimado brillo atravesó sus ojos azules segundos antes de que el
metal consumiera la piel y los ojos del hombre.
Los gritos de dolor
y desesperación del hombre se mezclaron con la jovial y limpia carcajada de la
joven, antojando la peculiar sinfonía que acababa de comenzar. La
joven comenzó a girar sobre si misma, feliz y noto esa sensación que la
acompañaría durante el paso de los siglos. Esa misma sensación que la invadió
en la terraza del colegio mayor, minutos después de hacer estallar la bomba.
Actualidad.
Consiguió
escabullirse entre la marabunta de personas que atestaban la calle, todavía
sonaba esa canción solitaria cuando giró a la derecha, hacia la estrecha calle
peatonal que llevaba a la plaza donde estaba el bar donde muchas noches había
disfrutado de la calida compañía de sus colegas de carrera y amigos de
existencia. El suelo adoquinado tenia un tono especialmente lúgubre esa tarde.
Notaba el cansancio
y la pesadez que confiere el haber respirado humo, lo que le provoco un ataque
de tos. Aún así, Miguel sabía que no debía perder un solo segundo y comenzó a
aligerar el paso conforme avanzaba por las calles adoquinadas.
Intentaba centrarse
en su objetivo, pero el miedo y la angustia, abnegaron su corazón. Miro a todos
lados en busca de un lugar donde acurrucarse y llorar, un lugar en que pasar
inadvertido. Sabía que hoy ella, le había dejado escapar, porque solo quería
jugar. Una punzada de dolor cruzó la herida de su cabeza, al recordar el cuerpo
desmadejado de Eva. Y no pudo reprimir el llanto, se arrebujo en una esquina
que formaba una calle próxima a la
Universidad de la Merced y
que desprendía un fuerte olor a orina.
domingo, 4 de marzo de 2012
Capítulo 10: "Para ti, para mí, para nadie más se ha inventado el mar..." Alejandro Sanz (Me iré)
El sonido era un suave susurro que iba y venía acariciando sus oídos una y otra vez. Rubén abrió los ojos y un enorme cielo estrellado se le vino encima. En él podía distinguir con meridiana claridad cada uno de los astros que lo componían. Cientos de estrellas brillantes que, junto con una radiante luna llena, proyectaban su luz a la tierra.
Estaba tumbado sobre un manto de arena fina, podía notar su tacto frío a lo largo de la espalda, las nalgas y las piernas. Entonces fue consciente de que estaba desnudo. Trató de incorporarse y al instante quedó atrapado por la belleza del paisaje que contempló a su alrededor. Frente a él, un mar inmenso, oscuro e infinito. Había poco oleaje pero aún así el agua rompía con cierta fuerza en la orilla emitiendo un sonido relajante e hipnótico.
A ambos lados, la tierra penetraba en el mar cerrando la cala en sus extremos. La silueta de la vegetación situada en las partes más altas de las escarpadas montañas, se recortaba en el cielo a la luz de la luna. Era un lugar que Rubén conocía muy bien. Se trataba de una de las calas de Calblanque. Un parque natural situado en el sur de Murcia, perteneciente a Cartagena. Una de las pocas extensiones de costa virgen que queda en todo el levante español. Prácticamente intacta, tal como se la encontraron hace miles de años los primeros individuos que avistaran aquellas tierras. Gentes pertenecientes a antiguas civilizaciones, ya perdidas en el tiempo, y que seguramente cuando las vieron por vez primera sentirían algo muy parecido a lo que siente ahora cualquiera que las descubre, tantos siglos después.
Una de las cosas que le resultaron más duras a Rubén cuando tuvo que marcharse de Murcia fue la idea de no poder acercarse de vez en cuando a ese pequeño rincón donde solía encontrarse a sí mismo y del que siempre salía reconfortado. Era, como a él le gustaba llamarlo, “el sitio de mi recreo”, parafraseando una canción del gran Antonio Vega. Pues siempre que se encontraba allí, no dejaba de sonar esa melodía en su cabeza mientras contemplaba el horizonte.
Miró al frente y vio surgir una figura del mar. Una silueta de curvas armoniosas, perfectas, que avanzaba hacia él con paso lento. Con cada paso el agua iba dejando ver más centímetros de su cuerpo desnudo. El reflejo de la luna junto con el agua resbalando por su figura le proporcionaba a su piel un brillo mágico. Su melena rubia y mojada caía por su espalda. Cuando estuvo lo suficientemente cerca pudo ver mejor su cara. Era la chica del Hotel 7 Coronas. A escasos metros de él, sonrió abiertamente y Rubén no pudo escapar del embrujo de sus enormes ojos claros. Ella le hizo un gesto para que la siguiera, dio media vuelta y echó a correr de nuevo hacia el mar.
Rubén se puso en pie y comenzó a andar siguiendo su estela. Notaba la arena fría en las plantas de los pies y el aire acariciando cada parte de su cuerpo. Un cosquilleo que le producía una sensación extraordinariamente placentera. Se sentía extraño pero al mismo tiempo se sentía cómodo, libre. Pronto notó el agua fría en los pies y fue internándose en el mar. Llegó donde estaba la chica y ésta le cogió de la mano. En sus pupilas podía ver reflejadas las estrellas. No le hubiese importado quedarse ahí el tiempo que hiciera falta contándolas, una a una. Ella acercó sus labios a los suyos y se fundieron en un largo beso. Entonces se abrazaron y sus cuerpos formaron un todo. Un único ser perfectamente integrado en la belleza del entorno. Arena, mar, cielo y carne; una mezcla de elementos magistralmente orquestados en una partitura eterna, donde el tiempo es irrelevante. Porque allí no existe.
Alrededor de ellos, nadaban decenas de peces. No podían verlos pero Rubén sabía que estaban ahí. Notaba sus movimientos en las piernas. Allí siempre había peces. Estaban acostumbrados a cohabitar con el ser humano, y a la luz del día resultaba realmente bello contemplar la explosión de colores que se movía bajo el agua.
Rubén se preguntaba qué estaba haciendo allí pero no estaba seguro de querer saber la respuesta. Prefería limitarse a vivir el momento dejándose llevar sin más. Ya habría tiempo de hacer preguntas más tarde.
Estuvieron paseando por la orilla de la playa. No sabría deducir durante cuánto tiempo. La cala estaba completamente desierta. Tan sólo ellos; dos figuras cogidas de la mano caminando bajo la atenta mirada de la luna y las estrellas. De vez en cuando se miraban mutuamente y sonreían con la inocencia con la que sonríe un niño cuando descubre algo nuevo que lo hace feliz.
Al rato, volvieron y Rubén se separó unos metros de ella y se recostó en la arena de la orilla, mirando al mar.
Su mirada se posó en el horizonte, donde el cielo se fundía con el mar. Entonces comenzó a evocar momentos pasados de su vida. Vio personas que habían formado parte de ella alguna vez y ya no estaban. Recordó momentos de su adolescencia, de la universidad, de cuando estuvo fuera formándose para el cuerpo. Visionó la cara de Rocío diciéndole que necesitaba un tiempo. Apareció ante él la voz de Alex animándole y proponiéndole salir a emborracharse y echar unas risas. Las imágenes se superponían unas con otras a gran velocidad. De golpe, y sin saber por qué, se dio cuenta de que estaba temblando. Notó los ojos húmedos, y al parpadear, una lágrima se deslizó por su mejilla.
Una sombra se proyectó a su lado en la arena. Se giró y la vio junto a él de pie, con su melena agitada por el viento. Se agachó y le secó con el dedo pulgar la estela de la lágrima que se había derramado. Al notar el tacto de su dedo en la cara, los temblores desaparecieron de inmediato. Entonces ella lo miró fijamente a los ojos.
─Entre los libros ─dijo con voz suave.
Rubén no entendía nada. Intentó preguntar a qué se refería pero no le salía la voz de la garganta. Ella le sujetó cariñosamente la cara con ambas manos.
─Has de regresar ─le besó en la frente.
Y después de eso la oscuridad más absoluta lo invadió todo.
Gritos sordos, lejanos. Poco a poco se fueron haciendo más audibles y cercanos.
Rubén abrió los ojos e inmediatamente el humo se le metió dentro. Tuvo que entrecerrarlos por el escozor. Estaba recostado en el suelo y le dolía muchísimo la cabeza. A su alrededor había restos de escayola que se habían caído del techo. Se llevó la mano a la cabeza y vio que tenía sangre. Se encontraba en un pasillo del Colegio Mayor Azarbe. La gente corría presa del pánico.
Se levantó y comenzó a caminar con esfuerzo. Enseguida fue consciente de la situación y una descarga de adrenalina inundó su torrente sanguíneo. Comenzó a correr escaleras abajo buscando la salida.
Al llegar a la planta baja pasó por delante del despacho de la directora del centro. Donde antes hubo una puerta, ahora había un boquete en la pared. Ésta había saltado por los aires y desde su posición podía ver el interior de la estancia lleno de escombros. Entre ellos vio los restos de dos cuerpos. Los miembros separados del tronco y bañados en charcos de sangre y vísceras.
Varios de ellos eran de la directora. Yolanda, creía recordar que se llamaba. El resto parecían los de un hombre. No tardó en reconocer la cabeza que, desde un rincón, lo miraba sin ver. Era la del inspector Castilla. Rubén apenas pudo reprimir las ganas de vomitar que le vinieron al contemplar la escena. Consciente de que no podía hacer nada, decidió continuar su camino en busca de la salida.
Pasó por delante de la biblioteca y algo le hizo detenerse en seco. “Entre los libros”. La voz de la chica resonó en su mente, nítida como si estuviera allí en ese momento. Rubén volvió sobre sus pasos y entró en la biblioteca. Estaba vacía a excepción del humo procedente de las llamas que devoraban los libros y la madera. Varias estanterías se habían venido abajo. Echó una ojeada rápida mientras se tapaba la boca y la nariz con la mano. No entendía por qué había entrado ahí y ya se disponía a salir cuando algo llamó su atención. De debajo de una estantería volcada asomaba un brazo que le resultó familiar.
Corrió hacia él e intentó levantar la estantería. Era muy pesada pero Rubén sacó fuerzas de donde no tenía y logró levantarla y hacerla a un lado. Apareció el cuerpo de Bonilla semi-enterrado bajo varios libros.
─¡Bonilla! ─Rubén le dio unos golpes en la cara tratando de reanimarle─. ¡Bonilla! ¡¿Me escuchas?!
Entonces Bonilla rompió a toser al tiempo que abría los ojos.
─¿Qué ha pasado? ─dijo aún aturdido.
─¡¿Estás bien?! ¡¿Te has roto algo?!
─No... creo que sólo estoy magullado ─dijo palpándose el torso y las piernas─, me duele bastante el brazo. ¿Qué ha ocurrido?
─¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí! ─dijo Rubén al tiempo que le ayudaba a levantarse─. ¡Creo que ha habido una explosión! ¡Está todo ardiendo!
─¿Y el inspector Castilla?
─¡Muerto! ¡Vamos!
Ambos salieron corriendo de la biblioteca al tiempo que el techo se derrumbaba por completo a sus espaldas.
Cuando por fin salieron a la calle vieron que la zona ya estaba acordonada por la policía. Los bomberos ya se disponían a entrar al edificio.
Se sentaron en la acera, a unos metros del lugar. Tosían de forma violenta. Sus ojos brillaban con el reflejo amarillo y rojo de las llamas mientras contemplaban, aún aturdidos e incrédulos, las columnas de humo negro que salían por las ventanas del edificio.
De una de las habitaciones seguía sonando ─por detrás de las sirenas, los gritos, y el crepitar de las llamas─, una canción que se filtraba en el aire: “De sol, espiga y deseo; son sus manos en mi pelo; de nieve, huracán y abismos; el sitio de mi recreo...”
Estaba tumbado sobre un manto de arena fina, podía notar su tacto frío a lo largo de la espalda, las nalgas y las piernas. Entonces fue consciente de que estaba desnudo. Trató de incorporarse y al instante quedó atrapado por la belleza del paisaje que contempló a su alrededor. Frente a él, un mar inmenso, oscuro e infinito. Había poco oleaje pero aún así el agua rompía con cierta fuerza en la orilla emitiendo un sonido relajante e hipnótico.
A ambos lados, la tierra penetraba en el mar cerrando la cala en sus extremos. La silueta de la vegetación situada en las partes más altas de las escarpadas montañas, se recortaba en el cielo a la luz de la luna. Era un lugar que Rubén conocía muy bien. Se trataba de una de las calas de Calblanque. Un parque natural situado en el sur de Murcia, perteneciente a Cartagena. Una de las pocas extensiones de costa virgen que queda en todo el levante español. Prácticamente intacta, tal como se la encontraron hace miles de años los primeros individuos que avistaran aquellas tierras. Gentes pertenecientes a antiguas civilizaciones, ya perdidas en el tiempo, y que seguramente cuando las vieron por vez primera sentirían algo muy parecido a lo que siente ahora cualquiera que las descubre, tantos siglos después.
Una de las cosas que le resultaron más duras a Rubén cuando tuvo que marcharse de Murcia fue la idea de no poder acercarse de vez en cuando a ese pequeño rincón donde solía encontrarse a sí mismo y del que siempre salía reconfortado. Era, como a él le gustaba llamarlo, “el sitio de mi recreo”, parafraseando una canción del gran Antonio Vega. Pues siempre que se encontraba allí, no dejaba de sonar esa melodía en su cabeza mientras contemplaba el horizonte.
Miró al frente y vio surgir una figura del mar. Una silueta de curvas armoniosas, perfectas, que avanzaba hacia él con paso lento. Con cada paso el agua iba dejando ver más centímetros de su cuerpo desnudo. El reflejo de la luna junto con el agua resbalando por su figura le proporcionaba a su piel un brillo mágico. Su melena rubia y mojada caía por su espalda. Cuando estuvo lo suficientemente cerca pudo ver mejor su cara. Era la chica del Hotel 7 Coronas. A escasos metros de él, sonrió abiertamente y Rubén no pudo escapar del embrujo de sus enormes ojos claros. Ella le hizo un gesto para que la siguiera, dio media vuelta y echó a correr de nuevo hacia el mar.
Rubén se puso en pie y comenzó a andar siguiendo su estela. Notaba la arena fría en las plantas de los pies y el aire acariciando cada parte de su cuerpo. Un cosquilleo que le producía una sensación extraordinariamente placentera. Se sentía extraño pero al mismo tiempo se sentía cómodo, libre. Pronto notó el agua fría en los pies y fue internándose en el mar. Llegó donde estaba la chica y ésta le cogió de la mano. En sus pupilas podía ver reflejadas las estrellas. No le hubiese importado quedarse ahí el tiempo que hiciera falta contándolas, una a una. Ella acercó sus labios a los suyos y se fundieron en un largo beso. Entonces se abrazaron y sus cuerpos formaron un todo. Un único ser perfectamente integrado en la belleza del entorno. Arena, mar, cielo y carne; una mezcla de elementos magistralmente orquestados en una partitura eterna, donde el tiempo es irrelevante. Porque allí no existe.
Alrededor de ellos, nadaban decenas de peces. No podían verlos pero Rubén sabía que estaban ahí. Notaba sus movimientos en las piernas. Allí siempre había peces. Estaban acostumbrados a cohabitar con el ser humano, y a la luz del día resultaba realmente bello contemplar la explosión de colores que se movía bajo el agua.
Rubén se preguntaba qué estaba haciendo allí pero no estaba seguro de querer saber la respuesta. Prefería limitarse a vivir el momento dejándose llevar sin más. Ya habría tiempo de hacer preguntas más tarde.
Estuvieron paseando por la orilla de la playa. No sabría deducir durante cuánto tiempo. La cala estaba completamente desierta. Tan sólo ellos; dos figuras cogidas de la mano caminando bajo la atenta mirada de la luna y las estrellas. De vez en cuando se miraban mutuamente y sonreían con la inocencia con la que sonríe un niño cuando descubre algo nuevo que lo hace feliz.
Al rato, volvieron y Rubén se separó unos metros de ella y se recostó en la arena de la orilla, mirando al mar.
Su mirada se posó en el horizonte, donde el cielo se fundía con el mar. Entonces comenzó a evocar momentos pasados de su vida. Vio personas que habían formado parte de ella alguna vez y ya no estaban. Recordó momentos de su adolescencia, de la universidad, de cuando estuvo fuera formándose para el cuerpo. Visionó la cara de Rocío diciéndole que necesitaba un tiempo. Apareció ante él la voz de Alex animándole y proponiéndole salir a emborracharse y echar unas risas. Las imágenes se superponían unas con otras a gran velocidad. De golpe, y sin saber por qué, se dio cuenta de que estaba temblando. Notó los ojos húmedos, y al parpadear, una lágrima se deslizó por su mejilla.
Una sombra se proyectó a su lado en la arena. Se giró y la vio junto a él de pie, con su melena agitada por el viento. Se agachó y le secó con el dedo pulgar la estela de la lágrima que se había derramado. Al notar el tacto de su dedo en la cara, los temblores desaparecieron de inmediato. Entonces ella lo miró fijamente a los ojos.
─Entre los libros ─dijo con voz suave.
Rubén no entendía nada. Intentó preguntar a qué se refería pero no le salía la voz de la garganta. Ella le sujetó cariñosamente la cara con ambas manos.
─Has de regresar ─le besó en la frente.
Y después de eso la oscuridad más absoluta lo invadió todo.
Gritos sordos, lejanos. Poco a poco se fueron haciendo más audibles y cercanos.
Rubén abrió los ojos e inmediatamente el humo se le metió dentro. Tuvo que entrecerrarlos por el escozor. Estaba recostado en el suelo y le dolía muchísimo la cabeza. A su alrededor había restos de escayola que se habían caído del techo. Se llevó la mano a la cabeza y vio que tenía sangre. Se encontraba en un pasillo del Colegio Mayor Azarbe. La gente corría presa del pánico.
Se levantó y comenzó a caminar con esfuerzo. Enseguida fue consciente de la situación y una descarga de adrenalina inundó su torrente sanguíneo. Comenzó a correr escaleras abajo buscando la salida.
Al llegar a la planta baja pasó por delante del despacho de la directora del centro. Donde antes hubo una puerta, ahora había un boquete en la pared. Ésta había saltado por los aires y desde su posición podía ver el interior de la estancia lleno de escombros. Entre ellos vio los restos de dos cuerpos. Los miembros separados del tronco y bañados en charcos de sangre y vísceras.
Varios de ellos eran de la directora. Yolanda, creía recordar que se llamaba. El resto parecían los de un hombre. No tardó en reconocer la cabeza que, desde un rincón, lo miraba sin ver. Era la del inspector Castilla. Rubén apenas pudo reprimir las ganas de vomitar que le vinieron al contemplar la escena. Consciente de que no podía hacer nada, decidió continuar su camino en busca de la salida.
Pasó por delante de la biblioteca y algo le hizo detenerse en seco. “Entre los libros”. La voz de la chica resonó en su mente, nítida como si estuviera allí en ese momento. Rubén volvió sobre sus pasos y entró en la biblioteca. Estaba vacía a excepción del humo procedente de las llamas que devoraban los libros y la madera. Varias estanterías se habían venido abajo. Echó una ojeada rápida mientras se tapaba la boca y la nariz con la mano. No entendía por qué había entrado ahí y ya se disponía a salir cuando algo llamó su atención. De debajo de una estantería volcada asomaba un brazo que le resultó familiar.
Corrió hacia él e intentó levantar la estantería. Era muy pesada pero Rubén sacó fuerzas de donde no tenía y logró levantarla y hacerla a un lado. Apareció el cuerpo de Bonilla semi-enterrado bajo varios libros.
─¡Bonilla! ─Rubén le dio unos golpes en la cara tratando de reanimarle─. ¡Bonilla! ¡¿Me escuchas?!
Entonces Bonilla rompió a toser al tiempo que abría los ojos.
─¿Qué ha pasado? ─dijo aún aturdido.
─¡¿Estás bien?! ¡¿Te has roto algo?!
─No... creo que sólo estoy magullado ─dijo palpándose el torso y las piernas─, me duele bastante el brazo. ¿Qué ha ocurrido?
─¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí! ─dijo Rubén al tiempo que le ayudaba a levantarse─. ¡Creo que ha habido una explosión! ¡Está todo ardiendo!
─¿Y el inspector Castilla?
─¡Muerto! ¡Vamos!
Ambos salieron corriendo de la biblioteca al tiempo que el techo se derrumbaba por completo a sus espaldas.
Cuando por fin salieron a la calle vieron que la zona ya estaba acordonada por la policía. Los bomberos ya se disponían a entrar al edificio.
Se sentaron en la acera, a unos metros del lugar. Tosían de forma violenta. Sus ojos brillaban con el reflejo amarillo y rojo de las llamas mientras contemplaban, aún aturdidos e incrédulos, las columnas de humo negro que salían por las ventanas del edificio.
De una de las habitaciones seguía sonando ─por detrás de las sirenas, los gritos, y el crepitar de las llamas─, una canción que se filtraba en el aire: “De sol, espiga y deseo; son sus manos en mi pelo; de nieve, huracán y abismos; el sitio de mi recreo...”
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