domingo, 8 de enero de 2012

Capítulo 2: "... el justo exultará al ver la venganza, y sus pies lavará en la sangre del impío." (Salmos 58) 11


El despertador marcaba las tres en punto de la madrugada. Era digital y los números de la pantalla eran de un color verde brillante que proporcionaba a la estancia la poca luz que había en esos momentos. Rubén lo miró con desdén y se incorporó a duras penas. Llevaba puesta una camisa blanca arrugada, con lamparones de varios colores y desabotonada en su parte superior; y unos calzoncillos rojos tipo boxer. Hizo ademán de levantarse pero un fuerte dolor de cabeza le hizo cambiar de idea y se dejó caer de nuevo en la cama.

─Vaya una forma de empezar el año... ─dijo para sí mientras se frotaba las sienes con los ojos cerrados. “Ya estoy mayor para estas cosas”, pensó.

Finalmente hizo el esfuerzo de levantarse de la cama y comenzó a caminar torpemente por el cuarto en penumbra. Aún se sentía incapaz de enfrentar sus pupilas a la luz, así que prefirió continuar a oscuras. Siempre se sentía mejor en la oscuridad pero en ese momento era una cuestión de fuerza mayor.
Para llegar a la puerta tuvo que sortear un bulto de ropa que dedujo sería el pantalón de su esmoquin y puso a prueba su equilibrio cuando pisó un zapato que surgió de la nada entrometiéndose en su camino.

Ya en el pasillo avanzó a tientas hasta la cocina y una vez allí, llenó un vaso con agua. Tenía el estómago revuelto pero aún así sentía una profunda sed. Por la ventana entraba algo de luz, aunque menos que otras noches. La suficiente para moverse con cierta soltura por un lugar que uno conoce bien. Se sentó en un taburete que había junto a una mesa de color blanco y se esforzó por reconstruir en su mente los hechos que habían acontecido el día antes.

Se acordó entonces de la cena de Nochevieja en el Hotel Silken 7 Coronas. Él se había mostrado reacio a ir desde el principio pero Alex había insistido.

─¡Venga Rubén!, ¿tienes un plan mejor? Aquí lo vamos a pasar bien, ya lo verás... ¡Va a ser una noche mítica!

Aún retumbaba aquella voz en su cabeza como si la estuviese escuchando en ese momento. Alex tenía una capacidad innata para convencerle siempre de hacer cosas que no le apetecían. Un esbozo de sonrisa se le dibujó en la cara pero enseguida se le borró cuando sintió un nuevo latigazo de dolor en la cabeza.

─¡Dios! ¡No bebo más en mi puta vida! ─maldijo mientras se llevaba de nuevo las manos a la sien.

Mientras estaba absorto intentando recordar algo más de la noche anterior, su vista se posó sobre la ventana que estaba abierta de par en par. De pronto sintió frío y se levantó para cerrarla, pero antes de hacerlo no pudo refrenar el impulso de asomarse. Desde el ático donde se encontraba se podía disfrutar de una vista inmejorable de la Gran Vía, que ahora se encontraba completamente desierta. Todo estaba en un profundo silencio. No había rastro alguno de vida. En una de las calles estrechas que desembocaban en la avenida, el reflejo tenue de las farolas dibujaba extrañas sombras en los escaparates apagados de los comercios.
Un repentino escalofrío sorprendió a Rubén recorriendo su cuerpo desde la cabeza a los pies. Cerró de un golpe la ventana. “Necesito una ducha”, pensó mientras dejaba el vaso vacío en la encimera y se encaminaba hacia el oscuro pasillo.

Ya en el baño, mientras se desabotonaba la camisa le vinieron a la mente más recuerdos de la noche anterior. Eran imágenes sueltas e inconexas. Recordó a aquel camarero gordo con la frente perlada de gotas de sudor y su inquebrantable sonrisa forzada, que iba de aquí para allá trayendo platos llenos y recogiendo los vacíos. Visionó al cantante de la orquesta; un hombre de cuerpo enjuto con el pelo canoso. Iba vestido con un traje verde con lentejuelas que reflejaba la luz de los focos de la sala hasta el punto de que mirarlo directamente suponía poner en riesgo las córneas de los ojos. Recordó también la cara seria e inexpresiva de un hombre que estaba sentado en la mesa de enfrente. Se había fijado en su rostro impasible y su expresión neutra. Sólo lo vio sonreír una vez en toda la noche. Y al hacerlo dejó al descubierto una hilera de dientes perfectos, excepto uno de ellos que parecía tener un borde desportillado.

El espejo del baño reflejaba su torso desnudo, escaso de vello, y unos abdominales algo marcados. Después de unos cuantos meses, las horas de gimnasio por fin empezaban a dar sus aún discretos resultados. Siguió recordando y apareció en su mente Alex, en la fiesta, con una amplia sonrisa y una copa en la mano. Hablaba a gritos pero Rubén no acertaba a oír lo que decía. Su voz sonaba lejana y distorsionada. Él en ese momento no estaba atento a lo que decía su amigo. Pero, ¿por qué? ¿Qué era lo que llamaba tanto su atención?
Terminó de quitarse los calzoncillos y entró en la ducha. Abrió el grifo y el agua cayó sobre él ocasionándole un pequeño sobresalto. Una vez acostumbrado al contacto del agua, comenzó a enjabonarse sumido en sus pensamientos.

Y entonces le vino la imagen de la chica. Fue como un fogonazo en su mente. Estaba sentada en la mesa de su izquierda y lo miraba fijamente con sus enormes ojos claros. Era rubia, de piel blanca y tenía el pelo largo. Una catarata dorada que caía sobre sus hombros y se perdía tras su espalda. Llevaba puesto un precioso vestido rojo de palabra de honor que resaltaba su escote y dejaba entrever buena parte de su abultado busto.

De nuevo volvió en sí y los azulejos de la ducha aparecieron frente a sus ojos. En ellos veía su propio rostro desfigurado por el efecto del agua. Estaba algo aturdido.

Sin saber cómo ni por qué, se vio subiendo con ella en el amplio ascensor del hotel. Sonó una campanilla, se abrieron las puertas y se apresuró a seguirla por el largo pasillo enmoquetado todo lo rápido que se lo permitía su estado de embriaguez. La chica se detuvo frente a la puerta de una habitación y le invitó a entrar con un ligero movimiento de cabeza. El número 77 de un color marrón claro resaltaba en el marco izquierdo del umbral.

El agua caliente recorría cada centímetro del cuerpo de Rubén proporcionándole una sensación relajante que lo invadía por completo. Poco a poco el baño se fue llenando de vaho.

Y entonces un torbellino de imágenes se desencadenó en su mente. Pasaban a una velocidad vertiginosa. Se vio besando aquellos labios suaves, enroscando su lengua con la de ella. Sintió el temblor de su cuerpo cuando bajaba por su cuello lentamente, besándolo.
Entonces visionó sus pechos. Eran grandes y firmes. Coronados por unos puntiagudos pezones de color rosa claro, que estaban levemente erizados. Introdujo uno de ellos en su boca y lo succionó lentamente mientras con la otra mano masajeaba suavemente el otro pecho. Escuchaba sus tímidos gemidos provocados por la excitación. Siguió bajando lentamente por su abdomen, deslizando sus labios por su piel blanca, notando su respiración acelerada.
Y entonces llegó a su sexo. Lo tenía perfectamente rasurado, excepto una pequeña línea de vello, de color claro, que adornaba el monte de Venus. Embriagado por su olor, separó sus finos labios rosados con los dedos y apareció ante él su clítoris hinchado. Comenzó a acariciarlo con la punta de la lengua provocando en ella unas fuertes sacudidas de placer que hacían que su miembro fuese creciendo cada vez más.

Entonces se vio penetrándola con una lujuria salvaje. Ella estaba apoyada de rodillas y manos en la cama y él, desde atrás, observaba su espalda estilizada mientras la sujetaba de la cadera firmemente. La chica se agarraba con fuerza a la colcha de la cama para contrarrestar las embestidas y sus gritos de placer inundaban la habitación. Era una melodía disonante que se fundía con el sonido acompasado que producía el choque de sus cuerpos. Y él seguía bombeando cada vez más rápido. Cada vez más fuerte.
En un espejo lateral Rubén contemplaba de forma hipnótica el balanceo de los grandes pechos de la chica que se movían caóticamente al ritmo de las sacudidas.

Y entonces volvió en sí. Seguía en la ducha. El corazón se le salía por la boca. Miró hacia abajo y se sorprendió al ver el estado en que se encontraba su miembro. Lo sentía palpitar y tenía la sensación de que iba a explotar de un momento a otro. Decidió abrir más el grifo del agua fría para terminar de ducharse.

Entonces tuvo un último recuerdo. Se vio tumbado en una gran cama de matrimonio junto a ella. Ambos desnudos y exhaustos.

─¿Cómo te llamas? ─recordó haberle preguntado mientras deslizaba las yemas de los dedos por la piel tersa y suave de su espalda.

Ella llevó su dedo índice a los labios de él instándole a que callara y le ofreció una sonrisa pícara justo antes de fundirse con él en un largo y apasionado beso. Y entonces el recuerdo se esfumó definitivamente.

Rubén cerró el grifo. Por un momento dudó de si lo que acababa de recordar había ocurrido en realidad o había sido una ensoñación. Pero pronto tuvo la certeza de que todo había sido real. Aunque también supo de inmediato que no volvería a verla jamás, pues no sabía nada de ella. Y esa idea cayó sobre él como una pesada losa.

Salió del baño con la tristeza de quien se ve forzado a despertar del sueño perfecto. Encontró la chaqueta del esmoquin tirada en mitad del pasillo, junto a un aparador sobre el que descansaba un vaso de tubo con los restos de lo que debió ser su última copa. Prefirió no imaginar cuántas se había llegado a tomar.
Al recoger la chaqueta del suelo algo cayó del bolsillo izquierdo. Era un papel pequeño de color amarillo. Lo cogió y vio que tenía sobreimpreso el logotipo del Hotel 7 Coronas en la parte superior. Más abajo había algo torpemente garabateado con tinta azul. Entrecerró los ojos y se dispuso a descifrar el enigmático mensaje.



Sentado en la camilla de la destartalada sala, aquel hombre esperaba pacientemente a que la enfermera cogiera los enseres para curarle. Veía sólo los diminutos pies de la chica asomar por debajo de la puerta del armario donde se encontraba rebuscando. La herida de la cara le ardía de dolor pero ya no le importaba.

─Aquí los tengo ─dijo alegremente la enfermera mientras cerraba el armario y andaba hacia él con varias cosas en las manos.

Era una chica bastante alta. Tenía el pelo rubio y largo recogido con una coleta. Llevaba puesto un uniforme de color blanco impoluto que tenía un bolsillo a la altura del pecho, en el lado izquierdo, donde se podía observar el emblema del Hospital Morales Meseguer. Su cara denotaba cansancio y falta de sueño.
Aún así se mostró sonriente cuando se dirigió a él con el brazo extendido en actitud de saludar.

─Miguel Bayo, ¿verdad? ─dijo intentando aparentar amabilidad─. Yo soy Paula.

El hombre, sin apartar un instante la mirada de los ojos claros de la chica, le estrechó la mano con desmesurada firmeza lo cual hizo que en el rostro de ella asomara un atisbo de duda. Él sonrió abiertamente sin soltar su mano. Su cara se transformó en una mueca dantesca. De la herida abierta manaba gran cantidad de sangre que le caía desde la frente hasta la barbilla bordeando sus labios abiertos y agrietados. En sus dientes se reflejaba la pálida luz de los tubos fluorescentes del techo. Un blanco homogéneo solamente afeado por el incisivo que tenía un borde quebrado.
Pero lo peor eran sus ojos. No había nada en ellos. Tan sólo un profundo vacío.

─Ya sé quién eres ─respondió con voz ronca al tiempo que sus pupilas se iluminaban fugazmente con un brillo mortecino.

2 comentarios:

  1. Enganchadica me tenéis! Cada vez se me va a hacer más larga la semana, jejeje! Tenéis la capacidad de no dejar indiferente al que lee, de despertar sensaciones y muuuchas preguntas, por lo menos en mi caso :)

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  2. Con el primer capítulo picasteis mi curiosidad. Con este me habeis atrapado...

    Sigo leyendo ;)

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