sábado, 28 de enero de 2012

Capítulo 5: "El sabio no se sienta para lamentarse, sino que se pone alegremente a su tarea de reparar el daño hecho." William Shakespeare

“Silencio, Silencio…” eran las palabras que se repetía mentalmente Rubén y silencio es lo que había en el oscuro hall sin ventanas del primer piso de aquel antiguo edificio. Silencio es lo que retumbaba en los pisos superiores, silencio es lo que se colaba desde la entrada del Edificio.
El horrible silencio que le delataría si no conseguía contralar la frenética respiración, un silencio que le devoraba y le sumergía en una aterradora oscuridad. Rubén comenzó a asustarse ya que todo era silencio, un silencio tan intenso que parecía desmenuzarle, hacerle añicos. Y de repente….
Y de repente  un grito atronador que retumbo en las cuatro paredes de su cuarto. Rubén se había incorporado de golpe, tras despertar de la pesadilla y se encontró enredado con la sabana y el nórdico de su cama, Rubén, estaba empapado en sudor, un sudor frío que le hizo estremecerse. La sabana del colchón se había enredado en su tobillo y lo tenía dormido, al soltarlo, noto como el torrente de sangre inundaba de nuevo su extremidad.
Tenía la boca seca y totalmente pastosa, le dolía la garganta y decidió levantarse para tomar un vaso de agua. Al posar la planta descalza del pie en el suelo, tubo la sensación de que miles de agujas se le clavaban.
Tras tropezar con la gran mayoría de los muebles de la habitación dio con el interruptor de la luz y la puerta del pasillo. El uniforme de trabajo estaba bien doblado sobre un sillón de cuadros rojos y amarillos, los zapatos de punta redondeada manchados de barro a los pies de este.
Sobre la mesilla una tarjeta junto a la pistola enfundada y la radio-despertador que marcaba las cuatro de la mañana. Aún le quedaban cuatro horas para tener que despertarse.
- ¡Joder!, puta pesadilla.-  susurro mientras cruzaba cojeando el pequeño pasillo, para llegar al baño.
Encendió la luz del baño, se enjuago un poco la cara y se miro al espejo.
-Estas hecho una mierda, chaval- La sombra incipiente de unas ojeras asomaba bajo sus ojos claros, tenía los parpados hinchados por el sueño y casi no podía abrir los ojos. El aliento le olía a muerte, quizás por la mala alimentación o por la costumbre de lavarse los dientes solo por la mañana al despertarse.
Formó un cuenco con las manos y dejo que el agua rebosara, bebió un par de sorbos, mojo otra vez mas su cara y volvió a la habitación.
Cuando estaba llegando a la puerta de su cuarto, una extraña sensación le hizo girarse, esa sensación que se traduce en una especie de escalofrío. Algo no parecía estar bien.
¡TOC!!TOC!, alguien llamaba a la puerta. Rubén corrió hacia la mesilla y sacó la pistola de su funda. Se dirigió cautelosamente, sin encender la luz, hacia la puerta de la calle, miró por la mirilla, la escalera estaba a oscuras no se veía nada al otro lado.
Aguanto la respiración, y solo consiguió oír el continuo bombeo de su corazón, todo lo demás era silencio… frío y espeluznante. Tras unos segundos que le parecieron horas, decidió abrir la puerta, encendió la luz del recibidor y se encontró con la escalera totalmente vacía. No había nadie, pero si había algo.
Junto al marco de la puerta descansaba una postal, la imagen era la foto de un cuadro que le resulto familiar a Rubén, al girar la postal encontró escrito en letra cursiva y estilizada.
                                                             “De tuin der lusten”
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La habitación estaba unicamente iluminada, por un potente flexo de latón cobrizo. Sobre la mesa de madera de cedro, descansaban pilas de papeles amontonados, libros entreabiertos, una pluma y unas gafas de pasta fina, cristal grueso y patillas torcidas. Un hombre anciano, caminaba encorvado por la habitación con la mirada fija en el cuadro sustentado por el caballete de madera oscura.
Susurraba algo entre dientes, como la canción que aprendemos de niños para memorizar la tabla de multiplicar, el hombre parecía recitar algo que había memorizado. De golpe el hombre paro y ceso su recital, se encontraba frente al cuadro con los ojos abiertos como platos.
En cuestión de segundos lanzo su mano derecha al lado izquierdo del pecho. El dolor era atroz, como si le estuvieran dando una puñalada. Tomo una profunda bocanada de aire y el miedo transformo, se quedo blanco como el papel que se amontonaba en su mesa de madera de cedro.
Se acerco cogió el bolígrafo he intento escribir algo en su mano. En cuestión de segundos el anciano yacía muerto sobre el suelo de madera. Su rostro era la misma imagen del terror: ojos muy abiertos, cejas arqueadas, boca entreabierta, cuello tenso… En la mano derecha una pluma de calidad. En la muñeca izquierda un reloj que marcaba las cuatro y media de la madrugada y en la palma de esta misma mano, escrita con tinta azul, una ”m” de caligrafía medieval junto a un garabato ilegible, no pudo terminar de escribir, la muerte le reclamo antes.

domingo, 22 de enero de 2012

Capítulo 4: "Esos pedacitos de sueño, cómo los odio." Edgar Allan poe


Había bastante gente en esa plaza, una de las más concurridas de la ciudad. Él caminaba a paso ligero sorteando a las personas que se interponían ante su paso. Estaba ensimismado en sus pensamientos y andaba llevado por una inercia inconsciente. De pronto notó un fuerte tirón en la parte de atrás de su chaqueta.

─ ¡Eh señor! ¡Una monedita! ─la voz chillona se impuso al murmullo del gentío. Se giró y la cara de una mujer mayor de aspecto descuidado aparerció ante él. Tenía el pelo sucio y el rostro surcado de arrugas. Su boca dejaba entrever unos dientes amarillos alternados con huecos vacíos.
Él hizo ademán de continuar su camino pero la mujer tiró más fuerte de su chaqueta.

─ ¡Señor! ¿No me oye? ¡Una moneda por favor! ─insistió al tiempo que agitaba un bote metálico que tenía en las manos haciendo sonar las monedas de su interior.

Miguel Bayo se giró bruscamente hacia ella y la miró fijamente a los ojos. Bastaron apenas cinco segundos. El semblante de la mendiga se tornó en una expresión de miedo. Presa del pánico dio media vuelta y salió corriendo como alma que lleva el Diablo.

Caminaba junto a la valla metálica que bordeaba las ruinas de San Esteban, contemplándolas. Era un enorme recinto con restos de lo que un día fue un barrio de la Murcia musulmana. Aún se podían ver los muros separando las calles de las viviendas. Había sido descubierto hace un par de años cuando se disponían a construir un parking público y la presión social había conseguido paralizar las obras. Ahora se encontraba ahí, vallado y a la intemperie. Completamente descuidado y sin que nadie supiera qué hacer exactamente con ello.

Al llegar al final de la calle, giró a su derecha y continuó pegado a la valla hasta llegar a la fachada de la Iglesia de San Esteban. Una vez allí, sacó un papel del bolsillo del pantalón y trás echarle una ojeada comenzó a examinar la zona con detenimiento. Al cabo de un rato, encontró lo que buscaba. Entre los muros de la iglesia y la valla, había una tabla de madera apoyada.

Después de asegurarse de que no pasaba nadie por la calle, se acercó silenciosamente a la tabla y la apartó dejando libre una abertura allí donde terminaba la valla y comenzaba la piedra del muro. Se introdujo en el hueco y, sin dejar de mirar el papel que tenía en las manos, comenzó a descender hacia las ruinas por unas escaleras de piedra desgastada.

Caminaba entre las ruinas intentando ocultarse de los primeros rayos del sol de la mañana. Al llegar a un punto concreto en el interior de lo que parecían ser los restos de un palacete, se agachó y comenzó a excavar con las manos en la fría arena. Pronto notó que sus dedos se topaban con algo y se esmeró en excavar más deprisa. Apartaba la arena como si le fuera la vida en ello.

Sus ojos se abrieron de par en par y sus labios mostraron una amplia sonrisa de satisfacción cuando apareció ante él, semi-enterrado aún entre la arena, aquello que tanto tiempo llevaba buscando.



Rubén miró su reloj y vio que marcaba la una y cinco. Salió del coche y cruzó la calle. Era apenas una sombra en mitad de la noche. No había podido quitarse de la cabeza en todo el día aquellos símbolos que había visto en la pared del cuarto de la chica asesinada. Sabía que lo que iba a hacer era una locura pero tenía que hacerlo.

Había estado a punto de contárselo todo a Bonilla, su tutor, pero finalmente el miedo a hacer el ridículo le hizo cambiar de idea. Bastante tenía ya con ser el novato como para dar ahora también una imágen de niño infantil y paranoico.

Llegó al portal del edificio y se encontró la puerta abierta. Eso le ponía las cosas más fáciles para entrar, pero aún así, por algún motivo irracional hubiera preferido que estuviese cerrada.

Sin encender la luz comenzó a subir las escaleras. A través de los ventanales se filtraba algo de luz del exterior. Escuchaba su propia respiración, y también  escuchaba el silencio. El silencio más inquietante que había escuchado nunca.
Una vez en el tercer piso, se encaminó a la puerta que aún tenía el precinto de la policía con las letras “PROHIBIDO EL PASO”. Una vez frente a ella, vio que ésta estaba entornada y miró por el hueco. No distinguió nada entre la densa oscuridad.

De repente una mano cayó fuertemente sobre su hombro derecho. Rubén se sobresaltó y se giró mientras se llevaba la mano a la pistola.

─ ¡Nno no dispare! ─era la voz de un chico joven, parecía asustado.
─ ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? ─preguntó Rubén apuntando al chico con el arma.
─ Mme me llamo Javi, vivo aquí. Acabo de llegar del pueblo de pasar la Navidad y me he encontrado con el piso precintado. Iba a entrar pero te he oído llegar y me he escondido. ¿Qué ha pasado aquí? ─el chico temblaba de forma violenta y no quitaba ojo de la pistola que le estaba apuntando.

Rubén bajó el arma.

─ Paula, tu compañera de piso, ha sido hallada muerta esta mañana ─era el tipo de cosas que Rubén sabía que jamás se acostumbraría a comunicar.
─ ¡¡¡¿Qué?!!! ¡¡¡Pero co... cómo?!!! ─el chico no daba crédito a lo que estaba escuchando. Tenía una mochila colgando de su hombro izquierdo.
─ Aún no está claro cómo ha sido, por eso he venido. ¿Era muy amiga tuya?
─ Bu... bueno sí, nos conocíamos desde hace año y medio. Estuvimos saliendo un par de meses pero lo dejamos y la relación se enfrió. Pero nos llevábamos bien, no teníamos más remedio si no queríamos que la convivencia fuese un infierno.

El chico, quizá por los nervios, le dio a Rubén más detalles de los que éste había pretendido obtener con una simple pregunta protocolaria.

─ Bueno, quédate aquí y tranquilízate. Yo voy a entrar a echar una ojeada.
─ ¿Puedo ir contigo? ─el chico agarró a Rubén del brazo─, no quiero quedarme aquí sólo.
─ Está bien. ¡Pero no te separes de mí y ni se te ocurra tocar nada!
─ Sí, claro.

Pasaron por debajo del precinto y se internaron en el oscuro pasillo. Al pasar por la puerta del salón, Rubén decidió entrar y examinar la zona.

─ Voy a dejar esto en mi cuarto ─murmuró Javi─, está aquí mismo ─señaló a la puerta que había enfrente.
─ Vale pero no enciendas las luces, se supone que aquí no puede entrar nadie. Y vuelve aquí enseguida.
─ No tardo nada.

Una vez sólo, Rubén examinó la estancia. Había una mesa grande con cuatro sillas. Sobre ella había un florero y un ordenador portátil. Un sofa, una mesilla, y un mueble bajo con una tele grande de las antiguas. Rubén se acercó al portátil y al mover el ratón se encenció la pantalla. La imagen de fondo era una fotografía en la que salía Paula con dos chicas más, una era morena y tenia el pelo largo y liso, y los ojos marrones. La otra era rubia, tenía el pelo algo más corto que la anterior y unos ojos verde claro. Las tres sonreían abiertamente mirando a cámara.

Rubén cerró la tapa del portátil y fue en busca de Javi. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y podía moverse con cierta soltura. Salió del salón.

─ ¿Javi? ─susurró.

Se asomó a su cuarto pero allí no había nadie.

Entonces escuchón un sonido sordo seguido de un grito desgarrador. Rubén corrió hacia el final del pasillo. Cuando llegó al umbral de la puerta del cuarto de Paula, la encontró abierta de par en par. Había un bulto en mitad de la habitación que no alcanzaba a identificar. Pero lo que sí escuchaba perfectamente era un sonido gutural que le heló la sangre. Entonces vio el resplandor de unos ojos de color rojo que lo miraban fijamente.

Encendió la luz y la escena que presenció lo dejó paralizado. En mitad del cuarto, justo donde había estado el cadáver de la chica, había una criatura encorvada. Tenía la piel de un tono oscuro, la espalda cubierta de pelo y unas manos de dedos largos que terminaban en unas garras negras y afiladas. A sus pies el cuerpo de Javi, decapitado, con el abdomen abierto, dejaba asomar sus tripas. La criatura sostenía con las garras de la mano derecha, cogida de los pelos, la cabeza del chico que tenía la mandibula desencajada y los ojos abiertos, mientra con la otra mano se llevaba a la boca un amasijo de vísceras de color azul grisáceo y las desgarraba con sus dientes afilados.

Rubén comenzó a andar lentamente hacia atrás. Sin apartar la vista de aquel ser. Entonces la criatura se incorporó. No mediría más de metro sesenta. Emitió un rugido escalofriante y sus ojos rojos se encendieron de furia justo antes de lanzarse hacia él. Pero Rubén estuvo rápido de reflejos y al salir cerró de un golpe la puerta. El sonido que produjo la criatura al chocarse contra la madera fue atronador.

Rubén corría sin mirar atrás. La adrenalina inundaba su torrente sanguíneo. Bajaba los escalones de tres en tres. Cuando iba por el primer piso, resbaló y cayó chocándose contra la pared. Intentó ponerse de pie pero notó un fuerte dolor en la pierna. Se había torcido el tobillo y no podía apoyar el pie.

Se quedó sentado, temblando de miedo, inmerso en la oscuridad. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas por el dolor. Pero por encima de todo tenía una única preocupación: permanecer en el más absoluto silencio.

domingo, 15 de enero de 2012

Capítulo 3: "La muerte se convirtió en mi divinidad, mi sagrada y absoluta belleza. He estado viviendo con la muerte desde que me di cuenta de que podía respirar." Gilles de Räis


-¿Qué coño es eso Novato?- La voz rasgada y aguda del sargento Bonilla, le sobresalto y despertó de su ensoñamiento- Pareces gilipollas, menos mal que se te ha caído a los pies.

Absorto como estaba Rubén con la escena, no se dio cuenta de que había estado jugando con la tarjeta, hasta que esta se le escapó entre los dedos.

Solo hacía tres semanas que había vuelto a Murcia, con la mala suerte de topar como compañero y tutor de prácticas, con el sargento Bonilla, uno de esos capullos que se cree un “Walker de Texas”. Además, todavía le repetían los cubatas de la noche anterior y un desagradable siseo se había instalado en el oído izquierdo, desde que se le ocurrió la fabulosa idea de ducharse a las tres de la mañana de un dos de Enero.

Ya llevaba varias semanas con la hora bastante trastornada, por el continuo cambio de horario al que son sometidos los cadetes o novatos, para conocer todas las dependencias y los diferentes cuerpos especiales de la Policía Nacional, pero la fiesta de noche vieja había sido el colmo.

Todo ello  aderezado con la siniestra escena del crimen en la que se encontraba, hicieron desear a Rubén, no haberse despertado esa mañana.

Recogió la tarjeta del suelo y se la guardo en el bolsillo del pantalón de color azul marino. Le había estado dando vueltas toda la mañana a que podrían significar esas letras y quien le había metido la tarjeta en el pantalón. A lo mejor había sido esa chica misteriosa, o vete tú a saber si en medio de la borrachera no la había cogido de cualquier otra parte.

-Vamos chaval, esto va a ser divertido- eso es lo que le dijo media hora antes el sargento Bonilla a Rubén, con una enorme sonrisa en la boca. Ahora el tono de su compañero había cambiado drásticamente, en gran medida, debido a lo que se habían encontrado al llegar al edificio de la calle Galileo, junto al Morales Meseguer, un enorme edificio de forma hexagonal que ocupaba toda la manzana.

Al llegar al numero tres, 3ºE, se encontraron con un piso viejo y algo destartalado, lo típico para un piso de estudiantes. La última puerta a la derecha al final del pasillo estaba entreabierta, la luz encendida de la habitación dibujaba una línea recta y luminosa en el oscuro pasillo, lo que encontraron al abrir la puerta sobrecogió Rubén.

Sobre la moqueta, la enorme cama desecha, desparramaba una colcha nórdica con un forro de color azul claro, la sábana del colchón era de un blanco inmaculado, solo perturbado por las sombras que creaban las pequeñas arrugas de esta y los cojines que se amontonaban en un extremo haciendo las veces de cabecero. A la derecha de la cama había una mesa auxiliar sobre la que descansaba un libro de tapa dura con el marcador de páginas justo a la mitad, un móvil android de color rosa y forma ovoide y unas gafas de pasta de un tono rojo pálido. Un poco mas a la derecha, justo al lado de la ventana, una mesa de estudio de madera blanca llena de papeles garabateados con dibujos, libros abiertos y amontonados, un flexo plateado de Ikea y un enorme estuche abierto lleno de bolígrafos y rotuladores de diferentes colores.

Las paredes estaban llenas de posters de chicos sonrientes, con esos rostros andróginos y esos pelos lisos y brillantes; una estantería con fotos personales, libros y peluches y un enorme armario empotrado con las puertas abiertas de par en par y rebosante de ropa, complementos y zapatos.

Todo ello, hacía que la habitación pareciera la típica de una chica joven. Pero en medio de esa normalidad Rubén veía una enorme cicatriz que le hizo estremecerse.

Las cortinas de tela estaban corridas a la derecha, la persiana medio caída y el tablón de madera fina que cubre el carrete donde esta se enrolla, estaba partido en dos y hundido hacia dentro.

En el suelo, miles de cristales se derramaban sobre la moqueta reflejando las luces azules y naranjas que se colaban desde la calle, luces intermitentes, de coches de policía y ambulancias del SAMUR.

En algunas zonas de la pared forrada de posters, se dejaba ver la pintura blanco marfil que había sido veteada por líneas discontinuas e irregulares que dibujaban figuras incomprensibles y caóticas de color carmesí, cuyos vértices señalaban al mismo lugar, lo que parecía ser el responsable de tan peculiar espectáculo plasmado en la pared.

Ahí, sobre el suelo enmoquetado lleno de cristales, a los pies de la cama, yacía una chica de unos veinte años, su piel pálida resaltaba con el rojo intenso de la sangre que arañaba mortalmente sus labios y su piel desnuda. Parecía mantenerse a flote en un mar nocturno y calmado, que refleja la luna y las estrellas de un cielo limpio y despejado de verano.

Ella, completamente desnuda, joven, mortal y cruelmente asesinada, parecía brillar. Una enorme herida atravesaba su vientre desde el monte de Venus hasta la apófisis xifoides del esternón. La herida había sido manipulada y el abdomen estaba abierto de par en par, dejando a la vista los órganos.

Pero lo que más sobrecogió a Ruben, lo que más le estremeció, fue el rostro de la joven, los ojos abiertos, muy abiertos, su iris era de un color azul claro, la esclerótica tenia un tono amarillento y algunas venas habían estallado formando ribetes rojos; las pestañas estaban pegadas a los parpados rosados por las lagrimas, tenia los ojos como los de quien llora por un desamor. La boca estaba abierta de par en par y la mandíbula parecía desencajada, lo que le confería un rictus mortal, congelado en un grito silencioso y atronador a la vez. Sus labios habían adquirido un tono carmesí conferido por la sangre y resaltaban con su pálida piel.

Era hermosa a pesar de estar muerta, era hermosa incluso después de ser cruelmente asesinada. Era injusto, o eso pensaba Ruben mientras jugaba con la tarjeta en su bolsillo derecho. Iba a ser una larga mañana para él y para Bonilla, debían esperar ahí hasta que el juez de guardia se dignara a aparecer para levantar el cadáver.

Cuando ya llevaban esperando más de veinte minutos, el hedor de la sangre y los productos químicos de la policía forense, habían hecho que la atmosfera se tornara excesivamente pesada, eso aderezado con los excesos del día anterior vinieron de golpe al estomago de Rubén, que se mareó.

-¡Pero qué coño haces, chaval!- gritó el sargento Bonilla.- Anda sal de aquí y toma un poco el aire- el tono sonó mas paternal que autoritario.

-Gracias Jose Antonio- contestó Rubén.

Mientras bajaba las escaleras, entre la neblina que produce el mareo, Rubén cerró con los ojos, y se paró en seco, para intentar contener un fuerte retortijón, en ese momento las letras de la tarjeta que tenía en el bolsillo, a las que llevaba dándole vueltas desde la madrugada del lunes dos de enero, le vinieron a la cabeza. Una “m” mayúscula de caligrafía medieval y las letras griegas alfa y omega.

En un abrir y cerrar de ojos el retortijón había desaparecido y subía por las escaleras del edificio, en dirección al piso.

-¿Pero que mierdas haces?, pijo- Mascullo, Jose Antonio Bonilla.

Rubén abrió los ojos de par en par, sacó la tarjeta de su bolsillo y miro los garabatos que tenía escritos en el papel mate y después dirigió la vista a la pared llena de sangre, entorno los ojos y un leve gemido se le escapo.

La sangre no dibujaba figuras caóticas y los posters parecían no haber sido arrancados a diestro y siniestro, formaban la misma “M” de caligrafía medieval y las letras griegas alfa y omega.

Antes de que pudiera decir nada a Bonilla, la respiración entrecortada del juez de guardia, le saco de sus cavilaciones. El juez Sánchez Cardona dio luz verde y los médicos forenses comenzaron a trabajar.

No serían más de las siete de la mañana del 3 de enero, cuando los médicos forenses y el Juez determinaron que Paula Alain Meseguer de 23 años había sido asesinada. El juez solo había tardado cinco minutos en despejar todo duda.

En pocos minutos se llevaron el cadáver de la joven y a Ruben le pareció, que de repente, la luz de la habitación desapareció por completo...  en pocos segundo las sirenas se fueron alejando, ya no se mezclaban los colores naranjas y azules, solo los flases de las camaras de la policía judicial y las luces de su coche de patrulla arañaban las paredes de la habitación.

Estaba amaneciendo, pero a Bonilla y a el les quedaba un largo día por delante. Antes de marcharse miró por última vez la pared, ahora no veía tan claro eso de las letras.

“Quizás la resaca que llevo encima y el mareo que tenía, me han jugado una mala pasada y en realidad no he visto nada”, pensó. Aún así cuando subió al asiento del copilotos y la puerta se cerro, la imagen de la pared, se le repetía una y otra vez en la cabeza. “¿Debería contárselo a Bonilla?”
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La calle empezaba a llenarse de la gente que tenía que ir a trabajar. En medio de la impersonal ciudad, un hombre con una venda en la frente caminaba rápido con las manos en los bolsillos, arrebujado en su chaqueta resguardándose de la niebla helada de la mañana, intentaba esconder sus ojos arrasados por las lágrimas. Llevaba dirección a las ruinas de San Esteban.

Mientras esperaba en el paso de cebra junto al Corte Inglés que hay en la gran Vía de Murcia, a que el semáforo se pusiera en verde, su pena se torno rabia, apretó con fuerza los dientes.

Cuando el tintineo del semáforo comenzó a sonar, apretó el paso. Susurraba algo una y otra vez: “ Se lo avisé”. Su rostro tenso por la rabia, era un poema; sus ojos fijos en el horizonte, vacío.

domingo, 8 de enero de 2012

Capítulo 2: "... el justo exultará al ver la venganza, y sus pies lavará en la sangre del impío." (Salmos 58) 11


El despertador marcaba las tres en punto de la madrugada. Era digital y los números de la pantalla eran de un color verde brillante que proporcionaba a la estancia la poca luz que había en esos momentos. Rubén lo miró con desdén y se incorporó a duras penas. Llevaba puesta una camisa blanca arrugada, con lamparones de varios colores y desabotonada en su parte superior; y unos calzoncillos rojos tipo boxer. Hizo ademán de levantarse pero un fuerte dolor de cabeza le hizo cambiar de idea y se dejó caer de nuevo en la cama.

─Vaya una forma de empezar el año... ─dijo para sí mientras se frotaba las sienes con los ojos cerrados. “Ya estoy mayor para estas cosas”, pensó.

Finalmente hizo el esfuerzo de levantarse de la cama y comenzó a caminar torpemente por el cuarto en penumbra. Aún se sentía incapaz de enfrentar sus pupilas a la luz, así que prefirió continuar a oscuras. Siempre se sentía mejor en la oscuridad pero en ese momento era una cuestión de fuerza mayor.
Para llegar a la puerta tuvo que sortear un bulto de ropa que dedujo sería el pantalón de su esmoquin y puso a prueba su equilibrio cuando pisó un zapato que surgió de la nada entrometiéndose en su camino.

Ya en el pasillo avanzó a tientas hasta la cocina y una vez allí, llenó un vaso con agua. Tenía el estómago revuelto pero aún así sentía una profunda sed. Por la ventana entraba algo de luz, aunque menos que otras noches. La suficiente para moverse con cierta soltura por un lugar que uno conoce bien. Se sentó en un taburete que había junto a una mesa de color blanco y se esforzó por reconstruir en su mente los hechos que habían acontecido el día antes.

Se acordó entonces de la cena de Nochevieja en el Hotel Silken 7 Coronas. Él se había mostrado reacio a ir desde el principio pero Alex había insistido.

─¡Venga Rubén!, ¿tienes un plan mejor? Aquí lo vamos a pasar bien, ya lo verás... ¡Va a ser una noche mítica!

Aún retumbaba aquella voz en su cabeza como si la estuviese escuchando en ese momento. Alex tenía una capacidad innata para convencerle siempre de hacer cosas que no le apetecían. Un esbozo de sonrisa se le dibujó en la cara pero enseguida se le borró cuando sintió un nuevo latigazo de dolor en la cabeza.

─¡Dios! ¡No bebo más en mi puta vida! ─maldijo mientras se llevaba de nuevo las manos a la sien.

Mientras estaba absorto intentando recordar algo más de la noche anterior, su vista se posó sobre la ventana que estaba abierta de par en par. De pronto sintió frío y se levantó para cerrarla, pero antes de hacerlo no pudo refrenar el impulso de asomarse. Desde el ático donde se encontraba se podía disfrutar de una vista inmejorable de la Gran Vía, que ahora se encontraba completamente desierta. Todo estaba en un profundo silencio. No había rastro alguno de vida. En una de las calles estrechas que desembocaban en la avenida, el reflejo tenue de las farolas dibujaba extrañas sombras en los escaparates apagados de los comercios.
Un repentino escalofrío sorprendió a Rubén recorriendo su cuerpo desde la cabeza a los pies. Cerró de un golpe la ventana. “Necesito una ducha”, pensó mientras dejaba el vaso vacío en la encimera y se encaminaba hacia el oscuro pasillo.

Ya en el baño, mientras se desabotonaba la camisa le vinieron a la mente más recuerdos de la noche anterior. Eran imágenes sueltas e inconexas. Recordó a aquel camarero gordo con la frente perlada de gotas de sudor y su inquebrantable sonrisa forzada, que iba de aquí para allá trayendo platos llenos y recogiendo los vacíos. Visionó al cantante de la orquesta; un hombre de cuerpo enjuto con el pelo canoso. Iba vestido con un traje verde con lentejuelas que reflejaba la luz de los focos de la sala hasta el punto de que mirarlo directamente suponía poner en riesgo las córneas de los ojos. Recordó también la cara seria e inexpresiva de un hombre que estaba sentado en la mesa de enfrente. Se había fijado en su rostro impasible y su expresión neutra. Sólo lo vio sonreír una vez en toda la noche. Y al hacerlo dejó al descubierto una hilera de dientes perfectos, excepto uno de ellos que parecía tener un borde desportillado.

El espejo del baño reflejaba su torso desnudo, escaso de vello, y unos abdominales algo marcados. Después de unos cuantos meses, las horas de gimnasio por fin empezaban a dar sus aún discretos resultados. Siguió recordando y apareció en su mente Alex, en la fiesta, con una amplia sonrisa y una copa en la mano. Hablaba a gritos pero Rubén no acertaba a oír lo que decía. Su voz sonaba lejana y distorsionada. Él en ese momento no estaba atento a lo que decía su amigo. Pero, ¿por qué? ¿Qué era lo que llamaba tanto su atención?
Terminó de quitarse los calzoncillos y entró en la ducha. Abrió el grifo y el agua cayó sobre él ocasionándole un pequeño sobresalto. Una vez acostumbrado al contacto del agua, comenzó a enjabonarse sumido en sus pensamientos.

Y entonces le vino la imagen de la chica. Fue como un fogonazo en su mente. Estaba sentada en la mesa de su izquierda y lo miraba fijamente con sus enormes ojos claros. Era rubia, de piel blanca y tenía el pelo largo. Una catarata dorada que caía sobre sus hombros y se perdía tras su espalda. Llevaba puesto un precioso vestido rojo de palabra de honor que resaltaba su escote y dejaba entrever buena parte de su abultado busto.

De nuevo volvió en sí y los azulejos de la ducha aparecieron frente a sus ojos. En ellos veía su propio rostro desfigurado por el efecto del agua. Estaba algo aturdido.

Sin saber cómo ni por qué, se vio subiendo con ella en el amplio ascensor del hotel. Sonó una campanilla, se abrieron las puertas y se apresuró a seguirla por el largo pasillo enmoquetado todo lo rápido que se lo permitía su estado de embriaguez. La chica se detuvo frente a la puerta de una habitación y le invitó a entrar con un ligero movimiento de cabeza. El número 77 de un color marrón claro resaltaba en el marco izquierdo del umbral.

El agua caliente recorría cada centímetro del cuerpo de Rubén proporcionándole una sensación relajante que lo invadía por completo. Poco a poco el baño se fue llenando de vaho.

Y entonces un torbellino de imágenes se desencadenó en su mente. Pasaban a una velocidad vertiginosa. Se vio besando aquellos labios suaves, enroscando su lengua con la de ella. Sintió el temblor de su cuerpo cuando bajaba por su cuello lentamente, besándolo.
Entonces visionó sus pechos. Eran grandes y firmes. Coronados por unos puntiagudos pezones de color rosa claro, que estaban levemente erizados. Introdujo uno de ellos en su boca y lo succionó lentamente mientras con la otra mano masajeaba suavemente el otro pecho. Escuchaba sus tímidos gemidos provocados por la excitación. Siguió bajando lentamente por su abdomen, deslizando sus labios por su piel blanca, notando su respiración acelerada.
Y entonces llegó a su sexo. Lo tenía perfectamente rasurado, excepto una pequeña línea de vello, de color claro, que adornaba el monte de Venus. Embriagado por su olor, separó sus finos labios rosados con los dedos y apareció ante él su clítoris hinchado. Comenzó a acariciarlo con la punta de la lengua provocando en ella unas fuertes sacudidas de placer que hacían que su miembro fuese creciendo cada vez más.

Entonces se vio penetrándola con una lujuria salvaje. Ella estaba apoyada de rodillas y manos en la cama y él, desde atrás, observaba su espalda estilizada mientras la sujetaba de la cadera firmemente. La chica se agarraba con fuerza a la colcha de la cama para contrarrestar las embestidas y sus gritos de placer inundaban la habitación. Era una melodía disonante que se fundía con el sonido acompasado que producía el choque de sus cuerpos. Y él seguía bombeando cada vez más rápido. Cada vez más fuerte.
En un espejo lateral Rubén contemplaba de forma hipnótica el balanceo de los grandes pechos de la chica que se movían caóticamente al ritmo de las sacudidas.

Y entonces volvió en sí. Seguía en la ducha. El corazón se le salía por la boca. Miró hacia abajo y se sorprendió al ver el estado en que se encontraba su miembro. Lo sentía palpitar y tenía la sensación de que iba a explotar de un momento a otro. Decidió abrir más el grifo del agua fría para terminar de ducharse.

Entonces tuvo un último recuerdo. Se vio tumbado en una gran cama de matrimonio junto a ella. Ambos desnudos y exhaustos.

─¿Cómo te llamas? ─recordó haberle preguntado mientras deslizaba las yemas de los dedos por la piel tersa y suave de su espalda.

Ella llevó su dedo índice a los labios de él instándole a que callara y le ofreció una sonrisa pícara justo antes de fundirse con él en un largo y apasionado beso. Y entonces el recuerdo se esfumó definitivamente.

Rubén cerró el grifo. Por un momento dudó de si lo que acababa de recordar había ocurrido en realidad o había sido una ensoñación. Pero pronto tuvo la certeza de que todo había sido real. Aunque también supo de inmediato que no volvería a verla jamás, pues no sabía nada de ella. Y esa idea cayó sobre él como una pesada losa.

Salió del baño con la tristeza de quien se ve forzado a despertar del sueño perfecto. Encontró la chaqueta del esmoquin tirada en mitad del pasillo, junto a un aparador sobre el que descansaba un vaso de tubo con los restos de lo que debió ser su última copa. Prefirió no imaginar cuántas se había llegado a tomar.
Al recoger la chaqueta del suelo algo cayó del bolsillo izquierdo. Era un papel pequeño de color amarillo. Lo cogió y vio que tenía sobreimpreso el logotipo del Hotel 7 Coronas en la parte superior. Más abajo había algo torpemente garabateado con tinta azul. Entrecerró los ojos y se dispuso a descifrar el enigmático mensaje.



Sentado en la camilla de la destartalada sala, aquel hombre esperaba pacientemente a que la enfermera cogiera los enseres para curarle. Veía sólo los diminutos pies de la chica asomar por debajo de la puerta del armario donde se encontraba rebuscando. La herida de la cara le ardía de dolor pero ya no le importaba.

─Aquí los tengo ─dijo alegremente la enfermera mientras cerraba el armario y andaba hacia él con varias cosas en las manos.

Era una chica bastante alta. Tenía el pelo rubio y largo recogido con una coleta. Llevaba puesto un uniforme de color blanco impoluto que tenía un bolsillo a la altura del pecho, en el lado izquierdo, donde se podía observar el emblema del Hospital Morales Meseguer. Su cara denotaba cansancio y falta de sueño.
Aún así se mostró sonriente cuando se dirigió a él con el brazo extendido en actitud de saludar.

─Miguel Bayo, ¿verdad? ─dijo intentando aparentar amabilidad─. Yo soy Paula.

El hombre, sin apartar un instante la mirada de los ojos claros de la chica, le estrechó la mano con desmesurada firmeza lo cual hizo que en el rostro de ella asomara un atisbo de duda. Él sonrió abiertamente sin soltar su mano. Su cara se transformó en una mueca dantesca. De la herida abierta manaba gran cantidad de sangre que le caía desde la frente hasta la barbilla bordeando sus labios abiertos y agrietados. En sus dientes se reflejaba la pálida luz de los tubos fluorescentes del techo. Un blanco homogéneo solamente afeado por el incisivo que tenía un borde quebrado.
Pero lo peor eran sus ojos. No había nada en ellos. Tan sólo un profundo vacío.

─Ya sé quién eres ─respondió con voz ronca al tiempo que sus pupilas se iluminaban fugazmente con un brillo mortecino.

domingo, 1 de enero de 2012

Capítulo 1 "Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Estaba encinta y las angustias del parto le arrancaban gemidos de dolor. (Apocalipsis Capítulo 12, La mujer y el Dragón)"


 
Las estrellas no brillaban esa noche, no en ese cielo, no en esa ciudad, no en ese momento.

Pese a la ausencia de lluvia, la carretera estaba tan mojada que reflejaba los destellos enmascarados, por la espesa humedad traducida en niebla, de los brillos ambarinos de las farolas.

En la silenciosa calle solo se oían cada cierto tiempo, de manera cíclica y exacta, el tono agudo de los semáforos de peatones.

No serían más de las tres de la mañana, cuando un coche conducido a gran velocidad, perturbo el calmo “paraje” que era esa calle. En esa ciudad, en ese momento las ruedas chirriaron y levantaron una leve película de agua al tomar la curva dirección a la ancha avenida.

Los semáforos de esa calle se pusieron en rojo y el juego de colores de la avenida se alterno de rojo a verde, de verde a ámbar y de ámbar a rojo. El coche cruzo ajeno al simétrico suceso, la niebla arañaba sus empañados cristales dibujando formas oscuras en su interior.

Quinientos metros más adelante, las luces verdes y azules de una farmacia se derramaban en los muros deslucidos de un tosco y enorme edificio, las letras descuidadas que coronaban la entrada, resaltaban por el brillo de los flexos de neón, “Hospital General Morales Meseguer”.

Las puertas del hospital que daban a esa calle, estaban cerradas por una verja de metal, así que el coche negro giro a la izquierda, quedando tras él una estela roja dibujada por las luces de freno. Durante la maniobra, el coche se debatió entre los altos muros blancos de un colegio centenario a su izquierda y los enturbiados muros del hospital a la derecha, finalmente la gravedad lo mantuvo en la carretera.

Unas brillantes luces señalaban la puerta de urgencias. El coche giro a la derecha y subió sin disminuir la velocidad por la inclinada y larga cuesta que llevaba a Urgencias del Hospital Morales Meseguer.

Dos formas salieron del coche, una parecía cargar con otra, que se aproximaba cada vez mas al suelo a cada paso que daba. Las dos figuras entraron en la recepción del edificio de urgencias anexo al hospital.

Una sala llena de sillas adosadas, con aspecto aséptico y de suelos grises y pulcros se lleno de ruido cuando una de las figuras comenzó a gritar de dolor. Los gritos eran de una mujer, que llevaba un camisón blanco, tiznado de un oscuro rojo en las costuras inferiores; la mujer agarraba con ambas manos la abultada tripa.

-Otra vez las contracciones- dijo la otra figura. La voz era la de un hombre de voz angustiado, pero pronto los gritos la amortiguaron tanto que se trasformaron en un susurro.

-No se preocupe, caballero, nosotros la atenderemos- contesto la mujer de recepción, entre los alaridos de dolor de la mujer.

Minutos después, una silla de ruedas salía por la puerta de urgencias. La mujer  con la tez cada vez mas pálida se sentó, su acompañante la cogió de la mano y juntos se introdujeron tras las puertas que llevaban a Urgencias.

Un enorme charco de sangre había quedado ahí donde la joven había estado de pie, el viscoso y oscuro fluido reflejaba las melancólicas luces de la sala de espera que se antojaban rayos lunares.

Sentado en uno de los incómodos asientos junto a una enorme cristalera, un extraño observaba el suceso, sin inmutarse. Con su mano derecha apretaba una gruesa compresa de gasas ensangrentadas en la frente y el ojo derecho. Su mano izquierda descansaba sobre su regazo .

>>“Dos de enero”- Penso- “queda menos de un año para el fin del mundo, este es un buen comienzo”.

Una ligera sonrisa se dibujo en el rostro hinchado y ensangrentada del extraño de mirada iracunda. Salió de su ensimismamiento cuando la mujer de recepción se le acerco.

-Miguel Bayo- La voz de la mujer sonó áspera y agitada.- Ya puede entrar.

Una mueca de dolor atravesó su rostro como un relámpago, despejo la húmeda masa sanguinolenta en la que se había trasformado la compresa y descubrió una fea herida de un solo surco que le cruzaba el ojo. derecho desde el nacimiento del pelo hasta la comisura del labio. Al momento sonrió mostrando una perfecta dentadura de no ser por una pequeña muesca en el incisivo superior izquierdo.

La cara estaba inflamada pero sus rasgos marcados y sus ojos claro resaltaron con el color carmesí de la sangre. No era muy alto, solo le sacaba una cabeza a la enfermera, pero su porte atlético impidió que se mareara por la perdida de sangre.

Se dirigió hacia la puerta de urgencias, tirando las gasas en una papelera antes de entrar. La sangre comenzó a brotar de nuevo, pero esta vez lo hacia como si fueran lagrimas tibias y veladas.

Pese al dolor su rostro reflejaba la seguridad de los que saben que algo malo esta por llegar y que el dolor no es mas que un síntoma de vida.

Cuando cruzó las puertas, en dirección a las salas de cura, el reloj marco las tres de la madrugada, uno de los flexos titilo y se fundió, y una explosión sirenas de ambulancia perturbó el melódico y acompasado trinar de los semáforos de peatones.