─Por lo que veo he sido el primero en darle la noticia ─le dijo el inspector Castilla escrutando su rostro con la máxima atención.
Miguel intentaba aparentar normalidad pero apenas era capaz de disimular el tremendo golpe que le había supuesto enterarse de la muerte del profesor Argumosa. Notaba cómo un temblor comenzaba a sacudir levemente su cuerpo y luchaba con todas sus fuerzas para tranquilizarse.
─¿Y bien? ─consiguió decir al fin─, ¿en qué puedo ayudarles yo?
─Pues podría decirnos, por ejemplo, si había notado usted algo extraño últimamente en el comportamiento del señor Argumosa. Algo que le llamase especialmente la atención.
─No ─Miguel se encogió de hombros. Procuraba no apartar la mirada de los ojos del inspector para no mostrar inseguridad─. Don Ismael llevaba una vida muy normal. Con sus clases, sus libros, sus exámenes... lo normal en un profesor universitario.
─Ya, ¿y usted? ¿en qué consistía su colaboración como alumno interno?
─Pues yo le ayudaba a preparar las clases, y bueno, estábamos realizando un estudio sobre el arte en los siglos XV y XVI para presentarlo a final de curso junto con una exposición de cuadros de la época.
Al oír esto último, Rubén recordó la postal que le habían dejado en la puerta de su casa. Era de un cuadro y estaría dispuesto a jugarse cualquier cosa a que se trataba de una obra de la época que Miguel acababa de decir. “¿Casualidad?, no lo creo”, pensaba Rubén para sí. Entonces se fijó en la cara de Miguel y en la herida que le atravesaba todo el rostro de arriba a abajo. Había algo en su cara que recordaba haber visto antes, pero no estaba seguro. “De una cara así me acordaría...”, pensó. De pronto se fijo en su boca. “Esa mueca en los labios. Esos dientes. ¡Sí! Los he visto antes, pero ¿dónde? ¿cuándo?”. De repente le vino la imagen. En la cena de Nochevieja. Miguel estaba sentado en una de las mesas. Era el hombre serio e impasible que apenas había sonreído en toda la noche, el que tenía un diente desportillado. A Rubén se le agolpaban las preguntas en la cabeza.
Cuando volvió de nuevo a la realidad, el inspector Castilla se había levantado de la silla y caminaba con paso firme hacia Miguel. A escasos centímetros de su cara se detuvo.
─Imagino que no nos ocultas nada, ¿verdad? ─le dijo con los ojos entrecerrados.
─Claro que no, inspector ─contestó Miguel con seguridad.
─Bien, pues ya puedes marcharte ─dijo sin dejar de mirarlo a los ojos─. Y si recuerdas algo que consideres que puede ser importante, no dudes en ponerte en contacto con nosotros.
Miguel asintió y se encaminó hacia la puerta.
─¡Ah! ¡Una última cosa! ─exclamó el inspector. Miguel, que ya estaba con la puerta abierta y a punto de salir, se giró─. Ya sé que es una cuestión personal, pero ¿podría decirme cómo se ha hecho usted esa herida tan fea en la cara? ¿Ha tenido un percance doméstico? ¿algún desafortunado accidente?
─Tiene usted toda la razón señor inspector ─dijo Miguel con un extraño brillo en los ojos.
─¿En lo del accidente? ─el inspector Castilla arqueó las cejas.
─No, en que es una cuestión personal ─dijo con una amplia sonrisa, y seguidamente abandonó la estancia cerrando la puerta a su espalda.
El silencio a Rubén le pareció eterno. Esa última frase de Miguel al marcharse los había dejado a los tres sin palabras y la tensión se respiraba en el ambiente.
─¡Vaya vaya con Miguel! ─exclamó Bonilla intentando quitarle hierro al asunto─. Parece un chico listo. Y yo diría que sabe mucho más de lo que nos ha dicho.
─Una cosa es ser listo y otra muy distinta hacérselo ─dijo el inspector visiblemente enfadado. Rubén había coincidido pocas veces con el inspector Castilla pero no había tardado en comprender que era una de esas personas capaces de imponer respeto sin levantar ni un ápice la voz─. ¡Y claro que sabe más de lo que dice! ─bramó─. Este chico esconde algo y vamos a averiguarlo.
─Rubén y yo registraremos su cuarto ─dispuso Bonilla con entusiasmo.
─No, Bonilla. Haremos algo mucho mejor ─la voz del inspector era casi un susurro─. Investigaremos desde dentro.
─¿Cómo? ─Bonilla no alcanzaba a entender─ ¿desde dentro? ¿pero...?
─Sí, eso he dicho Bonilla. ¿Acaso no hablo tu idioma? ─miró a Rubén─. ¡Chico! ¡Enhorabuena! Acaban de aceptar tu traslado de expediente a la Facultad de Historia del Arte de la Universidad de Murcia. Y claro, al venir de fuera, también necesitarás un alojamiento... ¿Te gusta esta residencia? Tengo entendido que es muy prestigiosa entre los estudiantes universitarios ─La cara de Rubén era un poema. La de Bonilla, la antología completa de Bécquer─. ¡Pues no se hable más! Ve a casa a por tus cosas. Desde ahora eres un inquilino más del Colegio Mayor Azarbe.
─Pero señor ─terció Bonilla señalando a la puerta por donde había salido Miguel─, el chico este acaba de verle. Ya sabe que es policía. ¿Cómo hará Rubén para investigarle sin que lo descubra?
─Con mucha discreción. Esto es muy grande, aquí hay cientos de alumnos. Y en la universidad ya ni te cuento ─contestó el inspector con aire despreocupado.
Bonilla no quedó muy convencido con la explicación pero ni se le pasó por la cabeza la idea de rebatirle el argumento al inspector Castilla.
─Al final no iba yo tan desencaminado cuando te he dicho por teléfono que cogieras la mochila, ¡eh! ─le dijo a Rubén con sorna.
─Pero... ─Rubén se giro hacia el inspector─, ¿y la directora del colegio? ─balbuceó.
─¿Yolanda? No te preocupes por eso chico. Yo me encargo de ella ─dijo sonriendo con la mirada fija en el horizonte.
Una vez dentro, Miguel cerró la puerta de su cuarto dando un sonoro portazo. Se dirigió con el corazón desvocado a la pila de ropa que había en el suelo y buscó el bulto oscuro que había debajo. Una vez que sus dedos entraron en contacto con el paquete, se sintió aliviado. Se preguntaba dónde podría esconderlo en aquel cuarto que apenas tenía un armario, un escritorio y su cama. Además del baño, pues su cuarto era de los pocos de la residencia que disponían de baño propio. Pero el baño tampoco era una opción viable. Finalmente fue hacia la cama, se agachó y sacó de debajo de ésta una caja de plástico que tenía con mantas, y allí lo metió ocultándolo lo mejor que pudo. Se sentó en la cama y respiró hondo.
─¿Puedo salir ya?
Miguel dio un bote en la cama y se giró bruscamente al oír la voz. Entonces se acordó. En el umbral de la puerta del baño se encontraba Eva; una chica morena que vestía una camisa blanca y una falda de color azul oscuro que le llegaba por las rodillas. Tenía el pelo largo y rizado, mediría 1’70 y era de complexión delgada.
─¡Qué susto me has dado Eva! ─dijo Miguel recuperando la voz─. ¿Aún sigues ahí? Ya no me acordaba.
─Ya veo, ya. Escuché antes la voz de la directora cuando llamó a la puerta y no me he atrevido a salir antes. Si me pilla aquí otra vez me van a expulsar. He preferido esperar a que volvieras. Menos mal que ya estás aquí porque no sabía cuánto ibas a tardar. ¿Pasa algo?
─Nada serio, unas gestiones sin importancia. No hay de qué preocuparse.
─Me alegro entonces ─dijo sonriendo mientras se acercaba lentamente hacia él. Se paró justo delante suya. Él seguía sentado en la cama─. ¿Por dónde nos habíamos quedado esta mañana? ─le preguntó con voz suave y una mirada pícara en la cara.
─Que yo recuerde ya habíamos terminado, ¿no? ─contestó Miguel que veía venir las intenciones de Eva. Ahora no era el momento de eso.
─Ah no, no. De eso nada. Aún falta algo ─dijo en el mismo tono de voz y se soltó un botón de la camisa a la altura del pecho. Eva no tenía el busto excesivamente grande pero aún así la tela de la camisa cedió al liberar la presión contenida por el botón y dejó entrever el sujetador negro que llevaba. Se agachó y le puso la mano en la entrepierna.
─Eva, estoy cansado. Apenas he dormido. Necesito descansar.
─Tranquilízate, si esto te va a relajar ─dijo mientras comenzaba a bajar la cremallera del pantalón de Miguel e introducía la mano en sus calzoncillos. Sacó un miembro flácido, de color oscuro y bastante grueso, a pesar de estar en reposo.
─Eva para... ─las objeciones de Miguel cada vez eran menos convincentes.
Entonces ella acercó la cara y se introdujo el miembro en la boca. Lo tenía dentro en su totalidad. Él notaba perfectamente la lengua de Eva oprimiéndolo contra el paladar. Un cosquilleo de placer invadió el cuerpo de Miguel que definitivamente se dejó llevar.
Poco a poco Eva sentía cómo el miembro se iba endureciendo y aumentaba de tamaño, lo que le impedía contenerlo entero en la boca. Entonces desabrochó el botón del pantalón de Miguel y le bajó los pantalones hasta los tobillos dejándolo completamente desnudo de cintura para abajo. Cogió con una mano el grueso falo, que ya estaba duro como una piedra, y comenzó a masturbarlo lentamente, mientras con la otra mano agarraba con suavidad las dos grandes formas ovaladas que colgaban de él. Miguel alargó los brazos y de un tirón le desabrochó la camisa a Eva y le subió el sujetador dejando libres sus pechos firmes y redondos. Tenía las areolas grandes y oscuras con los pezones totalmente erectos. Le agarró ambos pechos con las manos y comenzó a pellizcar suavemente los pezones.
Ella chupaba el glande de Miguel mientras le miraba a los ojos y éste no podía reprimir unos tímidos gemidos. Después se introdujo el falo en la boca hasta donde pudo. Hacía esfuerzos por metérselo todo, pero le era imposible. Su saliva resbalaba desde sus labios hasta la base del miembro confiriéndole un brillo húmedo. La habitación se llenó de extraños ruidos guturales. Miguel agarró a Eva del pelo y comenzó a guiarla en sus movimientos de cabeza; arriba y abajo, arriba y abajo. El falo entraba y salía de su boca a un ritmo frenético.
Eva sólo paró de moverse cuando notó el primer disparo caliente en su garganta. Entonces, sin sacárselo de la boca, se limitó a acariciar el miembro con la lengua y a recibir el resto. Miguel, extasiado de placer, la agarraba fuertemente de los hombros mientras inundaba su boca con su semen. La descarga fue descomunal y el orgasmo dejó a Miguel completamente rendido.
Minutos después estaban ambos tumbados en la cama, ella recostada sobre él.
─¿Te ha gustado? ─le preguntó Eva al oído mientras acariciaba su cuello.
─Siempre me gusta, pero hoy ha sido inmejorable.
─Siempre se puede mejorar ─dijo con su típica sonrisa pícara─. Descansa. Y cuídate esa herida que sigue teniendo muy mala pinta.
─Te preocupas demasiado por mí, Eva.
─¿Para qué están los amigos?
─Amigos... ─dijo Miguel suspirando levemente.
─Amigos, sí. Lo tienes presente, ¿verdad? ─preguntó Eva.
─Sí, no te preocupes. No me voy a enamorar de tí. ─dijo con desdén─. Aunque lo cierto es que me lo pones difícil ─ la miró sonriendo.
─¡Qué fuerte! ¿Te enamorarías de mí sólo por chupártela? ─dijo Eva con incredulidad.
─No sólo por eso Eva, por cómo me tratas en general. Pero no vamos a negar que el sexo es una parte importante de una relación y tú y yo conectamos muy bien en eso.
─Sí..., mirándolo así... ─dijo ya más calmada─. ¿Y por qué otras cosas, aparte del sexo, te podrías enamorar de mí? ─su voz dejó entrever un atisbo de inseguridad.
─¿Y qué más te da? Si sólo somos amigos ─contestó Miguel al tiempo que se daba la vuelta hacia la pared y se acomodaba para dormir.
─¡Pues eso digo yo! Sólo era curiosidad... ─zanjó Eva.
No habían pasado ni cinco minutos cuando la respiración pausada de Miguel le indicó a Eva que éste se había quedado profúndamente dormido. Se levantó lentamente de la cama y se puso su camisa que estaba en el suelo. Sin quitar ojo de Miguel se agachó y sacó de debajo de la cama la caja de plástico con las mantas intentando hacer el menor ruido posible. Extrajo el paquete que Miguel había guardado antes mientras ella lo observaba agazapada trás la puerta del baño, y dejó de nuevo la caja donde estaba.
Silenciosa como un gato en la noche, se deslizó por el cuarto hasta la puerta y salió de la habitación con su mochila, de color rojo, colgada a su espalda sobre ambos hombros. Y con el misterioso paquete contenido en su interior.
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