El túnel era lo
bastante ancho como para que la luz de la linterna de gas no pudiera iluminar
las paredes laterales, dejando un oscuro y húmedo vacío a los lados del haz
luminoso. Los pasos, que intentaban ser amortiguados y silenciosos, sonaron
húmedos y pesados, posiblemente, por los charcos que empapaban el suelo y el
barro que se había adherido a las botas de cuero curtido del joven.
Llevaba varias
horas recorriendo la marabunta de túneles, a los que había conseguido acceder a
través del sótano del palacio de San Esteban, lo que provocó que su buena
orientación se viera algo degradada. La oscuridad y el silencio impregnaban los
recodos de la catacumba, que en otros, tiempos habían sido un prolífico barrio
de la ciudad de Madinat Mursiya.
Años de
investigación y de trabajo le habían llevado a ese lugar, y en ese preciso
instante el tiempo y el espacio parecían engullir el oxigeno viciado que
deambulaba por la oscura gruta formada por paredes de ladrillo ornamentado y
techo sedimentado, que la historia había ido depositando sobre los cimientos
del barrio árabe.
En medio de ese
silencio perturbado solo por el tintineo de las arandelas metálicas de la
mochila de tela verde y los pesados pasos de las botas enlodadas de arcilla y
arenisca; la figura estilizada del joven invadía un lugar abandonado por el
recuerdo y enlutado por la leyenda.
Pero la luz no era
la luz de un explorador y el ansia del joven no era el ansia de alguien que ha
descubierto algo, sus intenciones eran muy diferentes, solo deseaba huir y
esconder un secreto que bramaba desde hacía milenios. Ella lo había escuchado y
eso era peligroso.
Continuó dando
vueltas y deambulando por el arrabal subterráneo en busca de un lugar donde
esconderlo, hasta que finalmente lo encontró al girar un recodo de la gruta una
amplia galería formada por los cimientos del Palacio de San Esteban, que
arañaba las paredes de lo que debió haber sido un palacete mozárabe, las
paredes derruidas de las casas colindantes y del palacete invadido por los
cimientos de la
Iglesia de San Esteban insinuaban una
plazoleta en la que aún se podían distinguir lo que debían haber sido losetas,
ahí, justo en ese lugar, en ese peculiar lábaro que formaban las paredes del
arrabal almohade y los cimientos del palacio cristiano, deposito un bulto
cubierto por lino negro y forrado por dura piel encurtida.
Había pasado gran
parte de su juventud buscando ese libro y ahora no podía evitar que las
lagrimas arrasaran sus ojos, era como dejar parte de él en esas ruinas, en ese
oscuro y recóndito lugar, a merced de la oscuridad, la humedad y el olvido.
Le fue imposible no
recordar la monumental fachada de La
Biblioteca Nacional de
España sus enormes ventanales, la poderosa figura de San Isidro de Sevilla y
Alfonso X el sabio, flanqueando las escaleras de entrada, protegiendo y
observando a personas dispuestas a imbuirse en la sabiduría almacenada durante
siglos, entre las enormes estanterías de madera o en los depósitos
acondicionados para que los secretos y los hechos, las ideas y los pensamientos
que miles de creadores y sabios habían depositado en finas y livianas
paginas de papel, pasaran a ser estudiadas, entendidas y empleadas para
mejorar, entender o disfrutar de la esencia vital de la humanidad, para ser
participes de la vida en todas sus dimensiones. Ese era el lugar que merecía
aquel libro y no un desdeñoso y álgido recoveco, en un arrabal olvidado.
Pero también le fue
imposible no recordar la ávida mirada de esa mujer, sus fríos ojos azules, eran
como gélidas cuchillas que se clavaban en su corazón y le arrebataban el
aliento. Su recuerdo, le dio la fuerza necesaria para colocar la pesada loseta
sobre el libro recubierto de piel curtida y lino negro… le quedaba menos de una
hora de aceite en la pesada lámpara y así lo dejo en medio de la nada mas
oscura.
Siglo VII después
de Cristo.
“Otra vez de noche”
pensó la joven antes de que un temblor incontrolable le atravesara el cuerpo
como un rayo, los ojos se le llenaron de lagrimas, lagrimas saladas e
hirientes, lagrimas de dolor y miedo que intentó reprimir.
Como cada noche, se
acurruco en una esquina de la estancia de barro, esperando pasar inadvertida o
convertirse en un mueble más, carente de interés. Aún le dolían las muñecas,
aún notaba el calor palpitante y el escozor en su entrepierna, aún sentía su
aliento fétido, mezclado con el agrio aroma de su sudor...
“Otra vez la
noche”, volvió a pensar y el llanto se hizo incontrolable, las gotas saladas
arrasaron su rostro, pasaron por su ojo morado e inflamado y se posaron en la
herida de su labio superior, hasta que colmaron y continuaron su airado viaje,
para perderse en el cargado y oscuro ambiente del cuarto.
La cabeza se le
emboto y su sentido del oído, quedó embozado por la pena. Pues la pena
inmisericorde nos priva de nuestros sentidos. A ella, la privo de oír el
chirriante sonido de la puerta de madera y el fuerte golpe de esta, al chocar
contra la pared de acebo. La privo de poder reaccionar, la privo de dejar de
llorar y adoptar la postura estoica, que siempre utilizaba para escapar de ese
lugar, en esos momentos. La privo de huir en mente y alma.
El fétido y agrio
aroma de un hombre impregno las paredes, el techo y los muebles de la discreta
estancia. Sus ojos pequeños y febriles refulgieron al reflejar las llamas de la
chimenea, mientras, sus afilados rasgos danzaban con las sombras que la
penumbra robaba a la cálida luz, confiriéndole un aspecto casi diabólico.
Cuando encontró lo que buscaba, una enorme y rapaz sonrisa se dibujo en su
rostro.
La delatora luz de
la hoguera, dibujo su silueta entre las tinieblas de la habitación, la joven de
pelo rubio, temblaba a causa del desconsuelo. Sin perder un segundo, la agarro
del pelo y la arrastro por el cuarto en dirección al exterior.
Cuando salió de la
estancia los sentidos de la chica se despertaron, como las flores del castaño
en primavera, y ella no pudo más que estremecerse.
La clara noche
inundo sus ojos, el cielo estaba despejado y las estrellas osaban disputarle a
la enorme luna llena la atención de quien quisiera asomarse a la cúpula celeste.
El viento
acariciaba las ramas y las hojas de los árboles, creando una melodía que
armonizaba a la perfección, con el cercano y cristalino sonido del arrollo.
La primavera había
hecho acto de presencia y un ligero viento de poniente trasportaba el aroma de
las flores, que comenzaban a asomar en las ramas del manzano, el castaño, la
hierba buena, el romero...
No hacia frío, pero
la ligera brisa estaba acompañada por una trasparente capa de humedad, que
hacia que la sensación atmosférica fuera agradable y refrescante.
Las gotas saladas
de las lagrimas se filtraron entre sus labios entre abiertos e inflamados, inundando
de sabor sus papilas gustativas, el sabor metálico de la sangre y el salado de
las lágrimas. Intento gritar, pero no pudo mas que soltar un quejido lastimoso,
que se llevo la brisa primaveral y silenció el crepitar de la foresta.
“Otra vez de noche”
volvió a pensar antes de que el fuerte golpe contra el tronco del árbol, casi
la dejara sin respiración. Un tremendo dolor le atravesó la espalda como el
rayo y perdió el conocimiento durante unos segundos. Al abrir los ojos, la
oscura y enorme figura eclipsaba la claridad que la luna menguante confería a
la noche.
Su fuerte olor le
dio arcadas, olía a campo y sudor, olía sangre y rabia, olía a miedo y odio…
Olía a dolor. La aplasto contra el rugoso tronco y las estrías nudosas se clavaron
en la piel como espinas de un rosal. El peso tremendo del hombre le corto la
respiración durante unos segundos y soltó un sonoro quejido, como el del fuelle
que alimenta las llamas de la fragua.
Intento arrancar
bocanadas de aire al viento de poniente, pero la poderosa y sucia mano del
hombre se interpuso tapándole la boca y la nariz. Olía a barro, orina y
estiércol, olía a campo, sudor y miseria. El hombre se enderezo, dejando todo
su peso sobre la mano que la amordazaba y todo su cuerpo descanso sobre el
rostro de la joven, aplastándola contra la tupida y húmeda hierba. Ella sentía
como los ojos luchaban por salir de las orbitas, noto como la mandíbula crujía
y la sangre inundaba su boca.
En esos instantes
la falta de oxigeno hizo que casi se desmayara, pero la poderosa y cruel presa
del hombre cesó, dando paso a una bocanada de aire fresco. La pausa duro apenas
unos segundos, pues noto como la obligaba a abrirse de piernas, un agudo dolor
abnegó sus extremidades y su vagina, noto como la piel se rasgaba y los
músculos cedían.
Cerró los ojos
intentando huir, pero la cruel y húmeda voz del hombre que le susurraba al
oído, la ligaban a la realidad.
-Te gusta esto,
¿verdad?, puta. Se que te gusta mi polla.- sus susurros crueles iban
acompañados por saliva y ese fétido aliento a dientes podridos e infección, ese
aroma agrio y dulzón, que se puede incluso saborear.
Su potente y enorme
falo, la atravesó como si la empalara y noto como otra vez más su interior se
desgarraba y explotaba dando rienda suelta a una punzante sensación de dolor.
Las poderosas embestidas del hombre, hacían que todas las articulaciones de su
cuerpo crujieran. Cierto es que al principio intentó luchar, los primeros
días peleo como una loba, incluso una vez llego a escapar, pero el siempre la
encontraba y la golpeaba hasta caer rendido. Luchar había sido su manera de
vivir y de crecer, su identidad era esa, pero ahora estaba débil y no podía mas
que llorar acurrucada en un rincón, esperando pasar desapercibida, cuando la
noche llegaba.
El violento giro,
la hizo salir de su ensueño, la había colocado boca abajo y el tierno olor de
la hierba húmeda, impregno su rostro arrasado por las lágrimas, la saliva y la
sangre.
Noto una tremenda
punzada de dolor en el ano, pero su grito quedo amortiguado por la tierra y la
hierba. Noto como se desgarraba su interior y como la sangre se mezclaba con un
fluido algo mas espeso. El enorme hombre soltó un profundo bufido. Empujo el
débil cuerpo de la joven, que permanecía agotada y ausente.
-Te gusto, lo se…-
dijo, antes de escupirla. Sacudió su enorme pene y comenzó a orinar sobre el
cuerpo desmadejado de la joven.- No te mereces un hijo mío, puta- le propinó un
fuerte golpe en la boca del estómago antes de marcharse tambaleándose al interior
de le la casa.
La joven miraba al
infinito, sus ojos estaban vacíos y parecía no respirar, su piel blanca estaba
salpicada de suciedad, hematomas, arañazos y sangre. En la herida de su labio
superior las lágrimas y la sangre se mezclaban y reflejaban los rayos de la
luna. Su pelo de un rubio casi níveo estaba húmedo y se le pegaban en el
rostro, enmarcando su pálida y delgada faz.
No podía llorar, no
podía gritar, pero algo parecía darle calor en su interior, una tormenta
comenzaba brotar en su interior, y el miedo parecía ser engullido por las
oscuras y cargadas nubes que comenzaban a agolparse en su alma. La rabia y el
odio que alimentaban los actos del hombre que la desposó años atrás y la había
violado esa noche, como otras muchas, parecían estar manando de su alma
en esos momentos.
Mientras se
levantaba lentamente del césped, notó como algo de su ser se quedaba en la
tierra, atrapado entre las verdes y delgadas tiras de césped. Noto como si unos
brazos invisibles abrazaran parte de su ser para protegerla y hacerla ajena al
acto que estaba a punto de realizar.
Arrastrando la
pierna izquierda, se aproximo a la casa de acebo y piedra, abrió con suavidad
la puerta de madera y camino sin hacer ruido por el suelo de tierra desgastado.
Cogió un enorme cuchillo de hierro oxidado y lo calentó en los rescoldos de la
chimenea.
Su sombra fue
creciendo conforme se aproximaba al hombre que roncaba en la cama de heno, la
luz rojiza que había poseído el metal del cuchillo, se iba desvaneciendo
mientras se aproximaba y su rostro lívido, iba siendo engullido por las
tinieblas. Un taimado brillo atravesó sus ojos azules segundos antes de que el
metal consumiera la piel y los ojos del hombre.
Los gritos de dolor
y desesperación del hombre se mezclaron con la jovial y limpia carcajada de la
joven, antojando la peculiar sinfonía que acababa de comenzar. La
joven comenzó a girar sobre si misma, feliz y noto esa sensación que la
acompañaría durante el paso de los siglos. Esa misma sensación que la invadió
en la terraza del colegio mayor, minutos después de hacer estallar la bomba.
Actualidad.
Consiguió
escabullirse entre la marabunta de personas que atestaban la calle, todavía
sonaba esa canción solitaria cuando giró a la derecha, hacia la estrecha calle
peatonal que llevaba a la plaza donde estaba el bar donde muchas noches había
disfrutado de la calida compañía de sus colegas de carrera y amigos de
existencia. El suelo adoquinado tenia un tono especialmente lúgubre esa tarde.
Notaba el cansancio
y la pesadez que confiere el haber respirado humo, lo que le provoco un ataque
de tos. Aún así, Miguel sabía que no debía perder un solo segundo y comenzó a
aligerar el paso conforme avanzaba por las calles adoquinadas.
Intentaba centrarse
en su objetivo, pero el miedo y la angustia, abnegaron su corazón. Miro a todos
lados en busca de un lugar donde acurrucarse y llorar, un lugar en que pasar
inadvertido. Sabía que hoy ella, le había dejado escapar, porque solo quería
jugar. Una punzada de dolor cruzó la herida de su cabeza, al recordar el cuerpo
desmadejado de Eva. Y no pudo reprimir el llanto, se arrebujo en una esquina
que formaba una calle próxima a la
Universidad de la Merced y
que desprendía un fuerte olor a orina.
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