domingo, 4 de marzo de 2012

Capítulo 10: "Para ti, para mí, para nadie más se ha inventado el mar..." Alejandro Sanz (Me iré)

El sonido era un suave susurro que iba y venía acariciando sus oídos una y otra vez. Rubén abrió los ojos y un enorme cielo estrellado se le vino encima. En él podía distinguir con meridiana claridad cada uno de los astros que lo componían. Cientos de estrellas brillantes que, junto con una radiante luna llena, proyectaban su luz a la tierra.

Estaba tumbado sobre un manto de arena fina, podía notar su tacto frío a lo largo de la espalda, las nalgas y las piernas. Entonces fue consciente de que estaba desnudo. Trató de incorporarse y al instante quedó atrapado por la belleza del paisaje que contempló a su alrededor. Frente a él, un mar inmenso, oscuro e infinito. Había poco oleaje pero aún así el agua rompía con cierta fuerza en la orilla emitiendo un sonido relajante e hipnótico.

A ambos lados, la tierra penetraba en el mar cerrando la cala en sus extremos. La silueta de la vegetación situada en las partes más altas de las escarpadas montañas, se recortaba en el cielo a la luz de la luna. Era un lugar que Rubén conocía muy bien. Se trataba de una de las calas de Calblanque. Un parque natural situado en el sur de Murcia, perteneciente a Cartagena. Una de las pocas extensiones de costa virgen que queda en todo el levante español. Prácticamente intacta, tal como se la encontraron hace miles de años los primeros individuos que avistaran aquellas tierras. Gentes pertenecientes a antiguas civilizaciones, ya perdidas en el tiempo, y que seguramente cuando las vieron por vez primera sentirían algo muy parecido a lo que siente ahora cualquiera que las descubre, tantos siglos después.

Una de las cosas que le resultaron más duras a Rubén cuando tuvo que marcharse de Murcia fue la idea de no poder acercarse de vez en cuando a ese pequeño rincón donde solía encontrarse a sí mismo y del que siempre salía reconfortado. Era, como a él le gustaba llamarlo, “el sitio de mi recreo”, parafraseando una canción del gran Antonio Vega. Pues siempre que se encontraba allí, no dejaba de sonar esa melodía en su cabeza mientras contemplaba el horizonte.

Miró al frente y vio surgir una figura del mar. Una silueta de curvas armoniosas, perfectas, que avanzaba hacia él con paso lento. Con cada paso el agua iba dejando ver más centímetros de su cuerpo desnudo. El reflejo de la luna junto con el agua resbalando por su figura le proporcionaba a su piel un brillo mágico. Su melena rubia y mojada caía por su espalda. Cuando estuvo lo suficientemente cerca pudo ver mejor su cara. Era la chica del Hotel 7 Coronas. A escasos metros de él, sonrió abiertamente y Rubén no pudo escapar del embrujo de sus enormes ojos claros. Ella le hizo un gesto para que la siguiera, dio media vuelta y echó a correr de nuevo hacia el mar.

Rubén se puso en pie y comenzó a andar siguiendo su estela. Notaba la arena fría en las plantas de los pies y el aire acariciando cada parte de su cuerpo. Un cosquilleo que le producía una sensación extraordinariamente placentera. Se sentía extraño pero al mismo tiempo se sentía cómodo, libre. Pronto notó el agua fría en los pies y fue internándose en el mar. Llegó donde estaba la chica y ésta le cogió de la mano. En sus pupilas podía ver reflejadas las estrellas. No le hubiese importado quedarse ahí el tiempo que hiciera falta contándolas, una a una. Ella acercó sus labios a los suyos y se fundieron en un largo beso. Entonces se abrazaron y sus cuerpos formaron un todo. Un único ser perfectamente integrado en la belleza del entorno. Arena, mar, cielo y carne; una mezcla de elementos magistralmente orquestados en una partitura eterna, donde el tiempo es irrelevante. Porque allí no existe.

Alrededor de ellos, nadaban decenas de peces. No podían verlos pero Rubén sabía que estaban ahí. Notaba sus movimientos en las piernas. Allí siempre había peces. Estaban acostumbrados a cohabitar con el ser humano, y a la luz del día resultaba realmente bello contemplar la explosión de colores que se movía bajo el agua.

Rubén se preguntaba qué estaba haciendo allí pero no estaba seguro de querer saber la respuesta. Prefería limitarse a vivir el momento dejándose llevar sin más. Ya habría tiempo de hacer preguntas más tarde.

Estuvieron paseando por la orilla de la playa. No sabría deducir durante cuánto tiempo. La cala estaba completamente desierta. Tan sólo ellos; dos figuras cogidas de la mano caminando bajo la atenta mirada de la luna y las estrellas. De vez en cuando se miraban mutuamente y sonreían con la inocencia con la que sonríe un niño cuando descubre algo nuevo que lo hace feliz.
Al rato, volvieron y Rubén se separó unos metros de ella y se recostó en la arena de la orilla, mirando al mar.

Su mirada se posó en el horizonte, donde el cielo se fundía con el mar. Entonces comenzó a evocar momentos pasados de su vida. Vio personas que habían formado parte de ella alguna vez y ya no estaban. Recordó momentos de su adolescencia, de la universidad, de cuando estuvo fuera formándose para el cuerpo. Visionó la cara de Rocío diciéndole que necesitaba un tiempo. Apareció ante él la voz de Alex animándole y proponiéndole salir a emborracharse y echar unas risas. Las imágenes se superponían unas con otras a gran velocidad. De golpe, y sin saber por qué, se dio cuenta de que estaba temblando. Notó los ojos húmedos, y al parpadear, una lágrima se deslizó por su mejilla.

Una sombra se proyectó a su lado en la arena. Se giró y la vio junto a él de pie, con su melena agitada por el viento. Se agachó y le secó con el dedo pulgar la estela de la lágrima que se había derramado. Al notar el tacto de su dedo en la cara, los temblores desaparecieron de inmediato. Entonces ella lo miró fijamente a los ojos.

─Entre los libros ─dijo con voz suave.

Rubén no entendía nada. Intentó preguntar a qué se refería pero no le salía la voz de la garganta. Ella le sujetó cariñosamente la cara con ambas manos.

─Has de regresar ─le besó en la frente.

Y después de eso la oscuridad más absoluta lo invadió todo.




Gritos sordos, lejanos. Poco a poco se fueron haciendo más audibles y cercanos.

Rubén abrió los ojos e inmediatamente el humo se le metió dentro. Tuvo que entrecerrarlos por el escozor. Estaba recostado en el suelo y le dolía muchísimo la cabeza. A su alrededor había restos de escayola que se habían caído del techo. Se llevó la mano a la cabeza y vio que tenía sangre. Se encontraba en un pasillo del Colegio Mayor Azarbe. La gente corría presa del pánico.

Se levantó y comenzó a caminar con esfuerzo. Enseguida fue consciente de la situación y una descarga de adrenalina inundó su torrente sanguíneo. Comenzó a correr escaleras abajo buscando la salida.

Al llegar a la planta baja pasó por delante del despacho de la directora del centro. Donde antes hubo una puerta, ahora había un boquete en la pared. Ésta había saltado por los aires y desde su posición podía ver el interior de la estancia lleno de escombros. Entre ellos vio los restos de dos cuerpos. Los miembros separados del tronco y bañados en charcos de sangre y vísceras.

Varios de ellos eran de la directora. Yolanda, creía recordar que se llamaba. El resto parecían los de un hombre. No tardó en reconocer la cabeza que, desde un rincón, lo miraba sin ver. Era la del inspector Castilla. Rubén apenas pudo reprimir las ganas de vomitar que le vinieron al contemplar la escena. Consciente de que no podía hacer nada, decidió continuar su camino en busca de la salida.

Pasó por delante de la biblioteca y algo le hizo detenerse en seco. “Entre los libros”. La voz de la chica resonó en su mente, nítida como si estuviera allí en ese momento. Rubén volvió sobre sus pasos y entró en la biblioteca. Estaba vacía a excepción del humo procedente de las llamas que devoraban los libros y la madera. Varias estanterías se habían venido abajo. Echó una ojeada rápida mientras se tapaba la boca y la nariz con la mano. No entendía por qué había entrado ahí y ya se disponía a salir cuando algo llamó su atención. De debajo de una estantería volcada asomaba un brazo que le resultó familiar.

Corrió hacia él e intentó levantar la estantería. Era muy pesada pero Rubén sacó fuerzas de donde no tenía y logró levantarla y hacerla a un lado. Apareció el cuerpo de Bonilla semi-enterrado bajo varios libros.

─¡Bonilla! ─Rubén le dio unos golpes en la cara tratando de reanimarle─. ¡Bonilla! ¡¿Me escuchas?!

Entonces Bonilla rompió a toser al tiempo que abría los ojos.

─¿Qué ha pasado? ─dijo aún aturdido.
─¡¿Estás bien?! ¡¿Te has roto algo?!
─No... creo que sólo estoy magullado ─dijo palpándose el torso y las piernas─, me duele bastante el brazo. ¿Qué ha ocurrido?
─¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí! ─dijo Rubén al tiempo que le ayudaba a levantarse─. ¡Creo que ha habido una explosión! ¡Está todo ardiendo!
─¿Y el inspector Castilla?
─¡Muerto! ¡Vamos!

Ambos salieron corriendo de la biblioteca al tiempo que el techo se derrumbaba por completo a sus espaldas.

Cuando por fin salieron a la calle vieron que la zona ya estaba acordonada por la policía. Los bomberos ya se disponían a entrar al edificio.

Se sentaron en la acera, a unos metros del lugar. Tosían de forma violenta. Sus ojos brillaban con el reflejo amarillo y rojo de las llamas mientras contemplaban, aún aturdidos e incrédulos, las columnas de humo negro que salían por las ventanas del edificio.

De una de las habitaciones seguía sonando ─por detrás de las sirenas, los gritos, y el crepitar de las llamas─, una canción que se filtraba en el aire: “De sol, espiga y deseo; son sus manos en mi pelo; de nieve, huracán y abismos; el sitio de mi recreo...”

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